FELIPE SAHAGÚN-El Mundo
El autor analiza el complejo tablero de pactos de Gobierno que ha dejado el resultado de las elecciones italianas de este domingo en las que muchos italianos han apoyado opciones antieuropeístas.
El gran vencedor es, sin duda, Cinco Estrellas, convertido, con casi un tercio de los votos, en árbitro principal del sistema si rompe con su promesa programática de no pactar con nadie. El segundo partido que más sube, a la cabeza de la coalición de derechas, es la Liga, que sobrepasa a Forza Italia (FI), de Silvio Berlusconi, pero, tal como anticiparon las encuestas, sumados, los votos de ambas y de los posfascistas Hermanos de Italia no alcanzan la mayoría suficiente, situada entre el 40 y el 45%. Si la coalición de derecha llegara a formar Gobierno y se cumple lo pactado, el primer ministro debería ser el líder de la Liga, Matteo Salvini, y no el actual presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, elegido por Berlusconi como candidato a primer ministro de Forza Italia. Los dos grandes derrotados, por este orden, son el Partido Democrático (PD) de Matteo Renzi, heredero de El Olivo de Romano Prodi y representante principal de la izquierda moderada, y Berlusconi, que pretendía recuperar la capacidad de decidir quién ocupa de nuevo el Palacio Chigi mientras él siga inhabilitado.
Lo lógico es que Luigi di Maio, de 31 años, sucesor de Beppe Grillo al frente de Cinco Estrellas que ha moderado su antieuropeísmo para ampliar su base electoral, reciba la primera llamada del presidente de la República, Sergio Mattarella, cuando se inicien las consultas tras la inauguración del nuevo parlamento, el próximo día 23.
Si el Movimiento Cinco Estrellas mantiene su veto a coaliciones, sería una consulta de mera cortesía, sin posibilidad de prosperar, pero Di Maio se ha declarado en la campaña preparado para «pactos sobre puntos del programa», dejando la puerta abierta a negociar. La Liga y el Cinco Estrellas han suavizado su antieuropeísmoy ninguno propone ya referendos sobre la permanencia en el euro, mucho menos para retirarse de la UE, pero coinciden en poco más.
Un acuerdo entre ambos o de cualquiera de ellos con Forza Italia complicaría sus relaciones con París y Berlín, y frenaría la activación de las reformas en la UE, empantanadas desde hace un año por los diferentes calendarios electorales y que la luz verde socialdemócrata del domingo para otra gran coalición en Alemania parecía despejar.
La exageración y manipulación de lo que representan para la seguridad de Italia los más de 600.000 inmigrantes llegados de África desde 2013 han dado votos a Cinco Estrellas, a la Liga y a otros más radicales. Les ha ayudado, sin duda, que el 70% de los italianos, según el Instituto Eurispes, cree que hay muchos más extranjeros de los que en realidad hay y que la mayor parte de ellos está en situación irregular. Los irregulares son poco más de un 10% de los 5,5 millones de extranjeros que viven hoy en Italia.
Los eurófobos se han beneficiado también de la austeridad impuesta por la UE en respuesta a la crisis desde 2007, que ha dejado en el umbral de la pobreza a unos 18 millones de italianos. Según datos de la Comisión Europea, Italia es el vigesimocuarto país más desigual de los 28 en la UE, muy lejos de su posición como cuarta economía continental y novena del mundo. La desigualdad y la corrupción han influido en el voto de castigo a los partidos con más poder institucional.
Si, a pesar de los resultados, Forza Italia consiguiera colocar a Tajani al frente de un nuevo Gobierno en Roma, Italia se uniría a la caravana europea con primeros ministros sin poder real, títeres de políticos sin responsabilidad pública: Jaroslaw Kaczynski en Polonia, Liviu Dragnea en Rumania, posiblemente Andrej Babis en breve en la República Checa…
Aunque los casos no son comparables, el fenómeno se reproduce en Gentiloni respecto a Renzi y, posiblemente, en Di Maio respecto a Beppe Grillo.
La prohibición de publicar encuestas en las últimas dos semanas, el amplio margen de error de los sondeos desde 2006 –entre 2 y 3 puntos por partido de media, esta vez algo peor–, el elevado número de indecisos y la nueva ley electoral, que ha cambiado significativamente la traslación de votos a escaños explican lo sucedido. Con la última, de octubre de 2017, Italia ha aprobado seis leyes electorales diferentes para la Cámara de Diputados y cuatro para el Senado en las 17 legislaturas y 75 Gobiernos que ha tenido desde 1948.
Según el nuevo modelo, 386 de los 630 miembros de la Cámara Baja se eligen por representación nacional proporcional, 12 con el voto de los residentes en el extranjero y los 232 restantes por el sistema mayoritario simple: se lleva el escaño el candidato más votado en cada distrito. De los 315 senadores, 193 se eligen por representación proporcional nacional, 116 por el sistema mayoritario y seis en el extranjero.
Es un modelo complejo, pero incentiva los pactos de Gobierno más allá de las ideologías, asegura una representación alta de las mujeres, evita que partidos con elevados porcentajes de votos (como sucede con UKIP en Reino Unido o el Frente Nacional en Francia) apenas tengan escaños y establece un umbral mínimo del 3% (del 1% en las circunscripciones uninominales) para acceder al Parlamento, lo que asegura una pluralidad suficiente y reduce el riesgo de una fragmentación excesiva.
POR DIFÍCIL que parezca, ningún escenario es imposible. La fidelidad a los principios, a sus jefes y a sus partidos en Italia es siempre relativa y especulativa. Prueba de ello es que en la legislatura saliente, según datos de Openpolis a partir de documentos oficiales del Parlamento, 347 de los diputados o senadores elegidos en 2013 cambiaron de grupo. Como señala Paul Wallace, jefe de economía del Economist, los riesgos políticos en Italia casi siempre se exageran, mientras que los económicos normalmente se subestiman. La clase gobernante tiene gran experiencia en sacar al Estado de aguas pantanosas. Recientemente se ha visto con el reformista Renzi, obligado a dimitir a finales de 2016 tras perder el referéndum sobre la reforma constitucional. Le sucedió Paolo Gentiloni y lo que parecía un tsunami se quedó en un suave chaparrón.
A mediados de los 90 la gran reforma de las pensiones la hicieron los expertos y en 2011, ya en plena crisis del euro, Berlusconi tuvo que dejar el Gobierno en manos de un grupo de técnicos presidido por Mario Monti para sacar adelante las reformas y frenar la prima de riesgo, que superaba ya el 7%. Vender un crecimiento del 1,4% del PIB en 2017 como un gran éxito por ser el más importante desde 2010 es exagerado, teniendo en cuenta que el de la Eurozona creció un 2,5%, la subida más alta desde 2007. Lo mismo ocurre con el paro, que descendió de un 11,8% a un 10,8% el año pasado, pero sigue siendo el tercero peor de la región (tras Grecia y España), más de dos puntos por encima de la media y el triple del de Alemania. Desde el comienzo de la crisis, en 2007, la deuda pública italiana ha aumentado del 100% a más del 130% del PIB y los préstamos fallidos de la banca no han dejado de crecer: hoy son casi una cuarta parte de todos los de la UE. Para reducir riesgos, la banca ha recortado el crédito, lo que, unido al previsible aumento de los tipos de interés a largo plazo, complicará el crecimiento y la estabilización de los presupuestos en el límite de déficit (3% del PIB) exigido por la UE.
Felipe Sahagún es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.