Daniel Reboredo / Historiador, EL CORREO 05/11/12
El poso soberanista tiene raíces profundas, pero la realidad es que se ha exacerbado en un momento en el que el país vaga a la deriva por el mundo.
El triunfo del nacionalismo en las elecciones celebradas en Euskadi el pasado 21 de octubre, el avance innegable del mismo en Galicia y los buenos resultados que se prevén para éste en las elecciones catalanas del próximo 25 de noviembre sumergen a España en las turbias aguas del soberanismo. Soberanismo que siempre ha estado presente en el continente europeo. Contrariamente a lo que cabría esperar, los holocaustos de las dos guerras mundiales no disminuyeron el poder y la omnipresencia de los nacionalismos populares sociales. A pesar del espeso silencio que rodea el tema del nacionalismo, la nación se consolidó como la piedra angular de una sociedad de Estados en la segunda mitad del siglo XIX, en el XX y, aunque no lo creamos, en los años que llevamos del presente siglo. Después del proceso descolonizador y del período de ‘construcción de naciones’ en África y Asia, siguiendo el modelo europeo, llegó el ‘renacer étnico’ en las sociedades industrializadas de Occidente: en Flandes y Quebec, en Córcega y Gales, en Bretaña y Euskadi, en Cataluña y Escocia.
En estos casos, una revuelta de minorías periféricas, principalmente de clase media, contra las mayorías étnicas dominantes de los Estados establecidos y sus gobiernos centralizados recuperó algunos de los mitos, símbolos y memorias más antiguos de los nacionalismos europeos de masas, aunque con un programa más social e incluso socialista y con unos objetivos políticos más limitados. En la mayor parte de los casos había un deseo de autonomía cultural y económica más que la búsqueda de una independencia total.
A finales de las décadas de los 70 y 80 del siglo anterior, siguiendo la estela del movimiento por los derechos civiles de América, estos movimientos de autonomía étnica se solaparon con movimientos estudiantiles, feministas y ecologistas, creando considerables tensiones en los Estados democráticos e imponiendo una revaluación, que todavía continúa, de sus funciones y de su viabilidad en un mundo de renacientes lealtades etnorregionales. Apenas se habían calmado las repercusiones de estos desafíos en Occidente, cuando las nuevas políticas de ‘perestroika’ y ‘glasnost’ en la antigua URSS sacaron a la luz las tensiones regionales y las aspiraciones étnicas existentes en Europa oriental y las repúblicas soviéticas. Más tarde se dio el caso de los Balcanes que todos conocemos y los africanos y asiáticos (Sudán del Sur, eritreos, tamiles, kurdos, etc.)
Ante esto, ¿cómo no entender lo que ahora se plantea en España y Europa aprovechando la situación generada por la crisis económica que tan mal están gestionando nuestros gobiernos? ¿Quién no entiende el auge de los nacionalismos en esta coyuntura? ¿Quién duda de la fuerza de las aspiraciones soberanistas en Europa y en el resto del mundo? Reflexiones como las del recientemente fallecido Eric Hobsbawm, y otros muchos intelectuales, considerando que el aluvión de nacionalismos era un fenómeno pasajero que enmascaraba el auténtico movimiento de la historia, aquél que se encaminaba hacia unidades cada vez más amplias de asociación humana, y convencidos de que el nacionalismo seguiría existiendo pero con un papel secundario y subordinado, se han visto superadas por otra realidad, la que coloca a las naciones y al nacionalismo en primera línea de la actualidad. Naciones vistas como una comunión sagrada de ciudadanos y nacionalismo visto como una forma de ‘religión política’ con sus propios textos sagrados, liturgia, santos y rituales.
Mientras persistan los fundamentos sagrados de la nación y el materialismo y el individualismo seculares no socaven las creencias centrales de una comunidad de historia y destino, el nacionalismo (como ideología política, como cultura pública y como religión política) está destinado a florecer, y la identidad nacional seguirá proporcionando una de las piezas fundamentales para la construcción del orden mundial contemporáneo.
El fenómeno independentista/soberanista no afecta únicamente a España. La crisis financiera está avivando movimientos de esta índole en todo el planeta. En el caso de Europa, a causa de su historia, antiguas rencillas, diferencias culturales y religiosas y desigualdades económicas, los movimientos independentistas están incluso más extendidos que en otros continentes. Nos suenan las demandas bretonas, escocesas, flamencas, corsas, occitanas, padanas, surtirolesas y alguna más.
Pero cuántos conocen las de los serbios de Kosovo y la República Srpska en una Bosnia-Herzegovina con otras muchas tensiones; las de Sandzak, que incluiría seis municipios del noreste de Montenegro y parte de Serbia; las de la región histórica del Banato con zonas de Serbia, Hungría y Rumanía; las que afectan a Rusia en el Cáucaso, Kaliningrado, Ingria y Kaleria; las de Transnistria en Moldavia; las de la Rutenia, que afectarían a Eslovaquia, Polonia, Rumanía y Ucrania; las de Crimea también en Ucrania; las de Samogitia en Lituania; y las mucho más cercanas de Silesia en Alemania, Polonia y la República Checa; las de Frisia con zonas de Alemania, Dinamarca y Países Bajos; las de la Baviera alemana; las de Bohemia y Moravia en la República Checa; las de Sápmi, que incluiría territorio del norte de Finlandia, Laponia, Noruega, Rusia y Suecia; las de Frisia y las islas Feroe en Dinamarca; etc.
Lo que está ocurriendo en España forma parte de una tendencia general y no se explica únicamente como una ola de desafección con el Estado. El poso soberanista tiene raíces profundas, pero la realidad es que se ha exacerbado en un momento en el que el país vaga a la deriva por el mundo. La crisis económica, la intervención en forma de rescate, la miseria que anida en las calles, la impotencia frente a la hipócrita e interesada Alemania, explican el auge soberanista en España. En Europa el fenómeno también está presente aunque se vea y se manifieste menos.
Daniel Reboredo / Historiador, EL CORREO 05/11/12