JON JUARISTI-ABC

   Los partidos cierran filas en torno al modelo autonómico

ANTE el horizonte cada vez más cercano de una modificación constitucional, que podría ir desde una reforma parcial del texto de 1978 hasta un nuevo proceso constituyente, es lógico que los medios que representan distintas corrientes de opinión se apresuren a tomar posiciones y a avanzar preferencias. Una de ellas es la revisión a fondo e incluso la desaparición de las autonomías territoriales. 

Es evidente que el número de ciudadanos hostiles al actual modelo autonómico ha ido creciendo desde mediados de la pasada década por diversos motivos. En primer lugar, los recortes presupuestarios impuestos como respuesta a la crisis en la administración central y en las autonomías desataron una cadena de imputaciones mutuas por agravios reales o supuestos y acusaciones recíprocas de despilfarro. Esto desacreditó a una y a otras ante los sectores más perjudicados por las llamadas medidas de austeridad. A ello se sumó la oleada de casos de corrupción destapados en un buen número de administraciones autónomicas, lo que difundió la convicción de que las autonomías eran la causa misma de la corrupción y no sólo el ámbito en el que esta había operado, como lo fue la administración central en la última década del felipismo. Finalmente, la deriva del separatismo en Cataluña ha incrementado exponencialmente el descontento con el modelo, tanto fuera como dentro de la región. 

Es improbable, sin embargo, que una reforma de la Constitución o incluso una nueva constitución prescinda del modelo autonómico, por muy amplia que llegue a ser la impugnación popular de este. Los partidos políticos lo necesitan. Cabe concebir administraciones descentralizadas que no recurran a la autonomía ni al modelo federal. En vísperas de la Transición se barajaban diversas propuestas tecnocráticas (como la de Gonzalo Sáenz de Buruaga).

Podría también pensarse en una descentralización municipal, al modo de Francia (Robert Lafont, en  La révolution regionaliste, su manifiesto de 1967, elogiaba la fuerza de los ayuntamientos franceses como eficaz contrapeso republicano al centralismo asimismo republicano). Pero ninguno de esos modelos alternativos contentaría a los partidos. Ni el primero, a gestionar exclusivamente por funcionarios, ni el segundo, que no podría ofrecer empleos suficientes para las elites políticas y sus clientelas. Como Eduardo García de Enterría observó, no existía una demanda de autonomía regional en la mayor parte de España cuando se aprobó la Constitución de 1978, pero diez años después podía percibirse una fuerte identificación de la población española con sus administraciones autonómicas, consideradas como un eficaz instrumento de modernización y distribución de bienes y valores. Ahora, en momentos de desidentificación creciente, los partidos, es decir, los principales beneficiarios del modelo, se han convertido en sus últimos defensores. Numantinos, si hiciera falta. Porque, aunque las disensiones entre los cabecillas autonómicos minen el poder de las direcciones nacionales, la desaparición de las autonomías sería letal para todos. 

De ahí la escuchimizada aplicación del 155, que el Gobierno se ha esforzado en mostrar como un reforzamiento e incluso como una refundación de la autonomía catalana, herida de muerte por el procés. Rajoy (y Sánchez) tienen mucho más que temer de la desaparición de la autonomía en Cataluña que de un nuevo triunfo electoral de los separatistas el 21 de diciembre. Aunque ello los enfrente con la marea ascendente de un anti-autonomismo que, al menos, ha demostrado en estos últimos meses una gran capacidad de movilización. Si vuelven a ganar los independentistas, la bronca será inevitable. A tres bandas.