Antonio Rivera-El Correo

  • Vamos a aprovechar el mal ejemplo de Errejón para poner a distancia una pauta política que, en muchos casos, no nos estaba haciendo mejores

El ‘caso Errejón’ nos ha liberado a quienes no nos apuntamos a tiempo a su cruzada generacional y no participamos de la ocasión para haber sido ángeles. Cada poco regresa la salmodia roussoniana de que el ser humano es bueno por naturaleza y que solo entornos patriarcales y neoliberales, como los presentes, le generan una subjetividad tóxica que le aparta de su condición natural. La opción contraria de pensar que el hombre (y la mujer) es un mal bicho y que por eso es mejor ni tentar a la suerte ni darnos carrete no es la nuestra, y así ni nos solazamos ni extraemos lección cuando alguien yerra. Estando más cerca de Rousseau que de Hobbes, la caída en el pecado de quienes dibujan un mundo en blanco y negro nos consuela sobre todo en términos intelectuales, que no morales: nada en la vida real es tan sencillo (o tan cateto).

El pecado de Errejón nos confirma que el mundo de cuento que desde hace diez años venden como buena nueva es falso, sencillamente por irreal. Que la nueva política pueda ser aún peor en sus resultados que la vieja ya lo tenemos comprobado. Pero que los nuevos políticos fueran de la misma inclinación libidinosa que los viejos todavía estaba a falta de validación. Ya la tenemos, y de ahí deberíamos concluir los casi roussonianos.

Primero: cancelemos esas biografías impolutas y piadosas que se nos presentan. El mundo naíf se ha llenado de personajes sacrosantos, como aquellos en los que dejamos de creer cuando nos dimos de baja de la fe ciega, la que fuera.

Segundo: reafirmemos los procedimientos frente a la acción directa. La posición del débil -aquí ahora de la débil- no mejora anulando el juicio ponderado de sus actos y optando por la creencia absoluta en su bondad solo por ser del grupo que se señala como víctima total. Ni creer ni dejar de creer; solo analizar en frío y tomar en consideración, que es de lo mejor que nos ha enseñado la civilización moderna. Lo otro es regresar a un pasado ominoso, aquel del juicio callejero, el linchamiento popular, la acusación anónima y la defensa inquebrantable de los nuestros (o nuestras), solo por serlo.

Tercero: equilibremos la responsabilidad personal y la social. Ya sabemos que de nuevo derechas e izquierdas se acomodan a un criterio u otro de manera radical, pero es incierto tanto un extremo como el contrario. Los contextos y las estructuras condicionan a los sujetos, pero estos son relativamente autónomos y libres para tomar sus decisiones. La culpa de lo que hace uno no se le puede echar al tendido, como hacía en su cursi carta el exdiputado. Si no es así -y esa requetenueva izquierda piensa que no es así-, apaga y vámonos.

Cuarto: cuando todo es de la misma manera, todo es nada. Es un error meter en un mismo saco moral -creo que todavía no penal, espero- la violencia machista, el uso perverso de la posición de poder de un género sobre otro y la multitud de situaciones, relaciones y personas decepcionantes que nos ofrece la vida. Sobre esto último hay espacio para reaccionar, y de ello no nos puede ni nos debe librar ni el Código ni el BOE ni fantasiosos protocolos internos de detección y prevención en las organizaciones.

Los renovados utopistas del 15-M para aquí nos han querido colocar en un mundo tan irreal como hiperprotegido, donde el individuo no es responsable y de todo le debe salvaguardar un impreciso sujeto colectivo como es la sociedad (normalmente, en sus términos políticos precisos, el Estado). Ello puede proporcionar confianza a muchos hasta ahora desprovistos de mejores seguridades, pero no cabe duda de que nos debilita en lo personal y en lo colectivo. La vida es necesariamente compleja y arriesgada, y precisamente en eso consiste la libertad: en la relación íntima que tiene con la responsabilidad por aquello que hacemos. Las ilusiones, expectativas y frustraciones que generan las relaciones personales más o menos normales, no las tóxicas, esas que conforman la vida cotidiana de la gente, deben ser resueltas en el ámbito particular de cada quien, sin depender de consejas y de andadores sociales que nos hacen menos libres y capaces. El Estado no tiene por qué meterse en mi cama, y nuestra requeteizquierda ha abusado en demasía de esa perenne tentación de todo poder (también del nuevo).

De manera que vamos a aprovechar el mal ejemplo de nuestro joven exdiputado para poner a distancia una pauta política que, en muchos casos, no nos estaba haciendo mejores. Su empeño, y el de los suyos hasta ayer, por volver a soñar un mundo mejor ha sido encomiable, e incluso nos van a quedar algunos avances sociales, culturales y normativos a partir de él. Del revés, la mejor muestra de su exageración y de lo nefasto de los extremos es el espectáculo que ha proporcionado él, y los suyos hasta ayer, en estos días. Si concluimos algo edificante de ello, habrá servido de algo