Ignacio Camacho-ABC
- Nadal es la antítesis de la cultura de la queja. Ha construido su leyenda sobre una ética de la autoexigencia
Nadal es un enorme jugador de tenis, menudo descubrimiento, pero no mejor que otros contemporáneos que lo aventajan en físico y técnica. Y además está cascado por la edad y más de dos docenas de lesiones en la rodilla, la espalda, los pies y las muñecas. Lo que le permite competir y ganar hasta situarse en la cima del ‘ranking’ es su disciplina mental, su concentración, su espíritu de superación y resistencia. Su formidable brazo izquierdo y sus piernas como bielas los tienen también algunos de los rivales a los que doblega gracias a la madurez de su cabeza, a la fuerza interior que lo empuja a combatir contra sus limitaciones, sobreponerse a la frustración, adaptarse a los contratiempos y remontar problemas. De entre la élite actual de la raqueta sólo Federer posee una estructura emocional más compacta, y aun así le ha encontrado a menudo las vueltas oponiendo fe y pasión a ese prodigio de estabilidad gélida. Djokovic, el ídolo magufo, es más potente, versátil y completo pero lleva una cafetera en la cabeza. El secreto del mallorquín, lo que le hace especial en este tiempo de excusas, falta de compromiso y abuso de la autodispensa, consiste en la capacidad para encajar el sufrimiento y procesar la adversidad con inteligencia sin descargarla en culpas o circunstancias ajenas. Su éxito constituye una lección de control sobre sí mismo, de sentido del deber, de exigencia, de ética del trabajo y de responsabilidad sobre su carrera. Ha construido una leyenda de excelencia en dirección opuesta a la hegemónica cultura de la reclamación y de la queja.
Por eso resulta paradójico que los españoles lo admiremos y consideremos sus triunfos como nuestros cuando formamos una sociedad que ha renunciado a seguir su ejemplo. Tanto la mentalidad dominante del país como los paradigmas políticos y pedagógicos llevan tiempo instalados en el rechazo al esfuerzo, en la abolición del mérito, en la aversión a las obligaciones y al riesgo, en un descaminado igualitarismo de bajo rasero. Nadal representa lo contrario de todo eso: pundonor, épica, determinación, afán de crecimiento, sudor, empeño, sacrificio, denuedo. Nos enorgullece porque es el modelo al que acaso nos gustaría parecernos cuando nos miramos al espejo. Hasta presume de España y se envuelve en su bandera mientras aquí la escondemos. Nos conforta simbolizar en él unos valores colectivos para olvidar que los que de verdad consagramos son bien distintos y que nos hemos vuelto alérgicos al coraje competitivo, a la rebeldía contra el derrotismo o a la entereza de principios. Y lo mejor es que él sí se siente uno de nosotros y nos brinda sus victorias como símbolo de agradecimiento patriótico. Pero no nos engañemos: las consigue solo, sin más apoyo que su voluntad y su cuajo psicológico. Nunca tendremos otro como él, por decirlo con las palabras que Shakespeare puso en boca de Marco Antonio.