José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- España es una nación política única y Cataluña una nacionalidad. La derecha no puede reprochar al presidente del PP que sea coherente con la Constitución y con la doctrina del TC
Con frecuencia, la derecha democrática española que representa el Partido Popular se enreda en inútiles disquisiciones de las que, como si se tratase de un laberinto, sale tarde y mal. Feijóo aludió a la “nacionalidad catalana” en la última edición de las jornadas del Círculo de Economía de Barcelona (4, 5 y 6 de mayo) y a un sector del PP y a algunos medios la mención les produjo erisipela. Luego, Elías Bendodo se pasó de frenada en declaraciones a ‘El Mundo’ al definir España como un “Estado plurinacional”. Recogió velas porque el presidente del PP calificó tal descripción como un error. Lo era.
En la reciente publicación de un informe inédito del que fuera primer presidente del Tribunal Constitucional, Manuel García Pelayo (*), ya fallecido, antifranquista confeso y exiliado, el jurista y politólogo se refiere al término nacionalidades como “infortunado” y, aunque admitía los hechos diferenciales, defendía con argumentos difícilmente rebatibles que España es una nación política única. En su comentario al artículo 2º de la Constitución, proponía una redacción alternativa al concepto de nacionalidades: “Comunidades históricas y culturalmente diferenciadas que integran España”. No prosperó el criterio de García Pelayo y se impuso el de ‘nacionalidades’ para diferenciarlas de las regiones y otorgarles un estatus de mayor amplitud de autogobierno.
Sin embargo, y aunque el término tiene una interpretación ambivalente, el Tribunal Constitucional lo aclaró en la sentencia de 28 de junio de 2010 por la que resolvió el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto catalán. El órgano de garantías constitucionales estableció la hermenéutica del artículo 2º de la Constitución en un párrafo concluyente: “En atención al sentido terminante del artículo 2 de la CE ha de quedar desprovista de alcance jurídico interpretativo (…) la mención (…) a la realidad nacional de Cataluña (…) sin perjuicio de que en cualquier contexto que no sea el jurídico constitucional la autorrepresentación de una colectividad como una realidad nacional en sentido ideológico, histórico o cultural tenga plena cabida en el ordenamiento jurídico democrático como expresión de una idea perfectamente legítima”
De este criterio del TC se deduce que España es una nación política única y soberana en sentido jurídico-constitucional y que referirse a ‘naciones’ o ‘realidades nacionales’ es legítimo siempre que se mantenga la definición de Estado autonómico basado en la “indisoluble unidad de la Nación española”. Por lo tanto, cuando Núñez Feijóo se refirió a la “nacionalidad catalana”, lo hacía con absoluta propiedad y la derecha que le criticó carece de argumentos jurídicos para rebatirle. Otra cosa es el límite a constructos constitucionales sin referentes en el derecho comparado: Estado plurinacional o nación de naciones. Por eso, la mesa de diálogo que pactaron ERC y PSOE es inviable jurídica y políticamente si pretende articular un inexistente derecho de autodeterminación.
Si esas palabras de Feijóo fueron o no un ‘guiño’ al auditorio, es harina de otro costal, pero si lo fueron, resultó acertado porque el PP, en sus mejores registros electorales en Cataluña y el País Vasco, supo ser cuidadoso con lo que el Tribunal Constitucional denomina “autorrepresentación colectiva”, que en esos territorios es de nacionalidad, sin que tal consideración pueda colisionar con la unicidad de la nación española.
Mientras Alicia Sánchez Camacho lideró el PP catalán, los conservadores llegaron a disponer de 19 escaños (elecciones de 2012) en el Parlamento autonómico porque se trató de sintetizar las llamadas ‘dos almas’ del partido en relación con la cuestión territorial. Podría decirse algo similar en el País Vasco. El ejemplo gallego puede tener también valor y el andalucismo —véase su Estatuto— es indisociable del discurso político en aquel territorio.
La derecha democrática es casi residual en Cataluña y País Vasco, las dos comunidades —ambas nacionalidades— con una clara hegemonía del nacionalismo y del independentismo. Pero cuyos afanes segregacionistas están a la baja. Los que propugnan la separación de España en Euskadi llegan solo al 21%, el 41% está en contra de la separación y el 40% se siente tan vasco como español, según el barómetro del Gobierno vasco de hace menos de un año. En Cataluña, están cambiando las cosas: según el sondeo del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, conocido el pasado mes de marzo, el 53% de los catalanes no quiere la independencia y supera en un 14% a los que la desean.
Feijóo invitó a “pasar página” en Barcelona. Y apeló a la prosperidad, las iniciativas constructivas y el buen gobierno en una sociedad con esa “autorrepresentación colectiva” diferenciada, pero que ya sabe cuáles son los límites: la unidad constitucional, tal y como la define el artículo 2º de la Carta Magna, y la doctrina del TC. Hablemos —hágalo la derecha— de nacionalidad, incluso de nación no política y sin soberanía, pero si el PP no recupera sus mejores discursos sobre la pluralidad de España, tendrá problemas de implantación en parte del territorio.
Hace bien Núñez Feijóo en no dejar espacios vacíos para que los ocupen otros con falacias. Acertó en Barcelona; puso las cosas en su sitio cuando alguien se pasó de frenada. Formar un bochinche con este asunto es una auténtica estupidez. Ya está demostrado que España y su Estado gozan de una mala salud de hierro que dura siglos.
(*) ‘Inédito sobre la Constitución de 1978 ‘. 2021. Manuel García-Pelayo. Editorial Tecnos. Presentación de Manuel Aragón y estudio de contextualización de Francisco Vila.