El giro de Sarkozy es un signo de los tiempos. Un retrato de la política en la era de la cólera. Hay que leer el artículo de la directora de The Guardian, Katharine Viner, «Cómo la tecnología deformó la verdad» y el reciente número del Economist titulado «El arte de la mentira». Estamos asistiendo a la (auto)destrucción de los mediadores tradicionales. La clase política, estigmatizada. La prensa escrita, degradada. La ciencia, despreciada. Las instituciones, socavadas. Asomados al abismo, sumidos en el desconcierto, líderes nuevos y viejos intentan recuperar la credibilidad perdida. Y muchos, claro, optan por el atajo. Unos apelan al orgullo nacional. Otros al miedo. Los terceros a la paz. Y todos al pueblo. En cierto modo es una confesión de su incapacidad para articular un discurso moderno, firme, cívico, responsable y convincente frente a la doble amenaza del populismo y el nacionalismo. Y el resultado puede ser catastrófico. Para Francia, Alemania o Estados Unidos, el ensimismamiento. Para Gran Bretaña y España, la fragmentación. Para Europa, los dos.
En este paisaje enrarecido, con efluvios de años 20, el bloqueo español despunta a la vez como síntoma y laboratorio. Todavía no sabemos qué decisión va a adoptar el Partido Socialista ante la investidura de Mariano Rajoy. Pero el espectáculo que está ofreciendo es elocuente en sí mismo. Ahí están, enzarzadas en un agrio combate, dos maneras opuestas de entender la política y su relación con la responsabilidad, la verdad y la razón. Fernández versus Sánchez.
Pocas veces la política, y casi nunca la izquierda española, ofrece sorpresas tan alentadoras como la de este Javier Fernández, austero, sobrio, adulto, al que la turba de los 140 caracteres acusa de complicidad con el Ibex. A su lado Susana Díaz parece un coupage de José Bono y la Macarena. Estos días me dediqué a recopilar sus últimas declaraciones. Oxígeno en la caverna. Margaritas en el lodazal.
– La política no es poesía, es prosa. No es sentimiento, es razón.
– Se requiere un aterrizaje forzoso en el principio de la realidad.
– Abstenerse no es apoyar.
– La política exige convivir con la decepción.
– Pienso más en nuestros votantes que en nuestros militantes.
– Hay que olvidarse de la idea frentista que tenemos de la política, que la reduce a un mero antagonismo.
– Las políticas, además de bienintencionadas, deben ser útiles.
– La apelación a la democracia directa termina con la representación.
– La cultura populista es la cultura de la simplificación y esa no puede ser nunca la cultura del PSOE.
– La realidad es compleja y alguien tiene que hacerse cargo de ella.
– La nación es un sentimiento. El Estado, un instrumento por el que se reconocen derechos y obligaciones.
– Yo intento separar la identidad de la ciudadanía.
Este es el vademécum de la verdadera nueva política. Las bases del discurso que la España moderna –la que hace 40 años escogió la reforma, el realismo y la racionalidad; la que se constituyó como una nación alejada de esencialismos– estaría excepcionalmente preparada para ofrecer al grave debate europeo. Europa se fundó sobre dos ejes. La representación como doble expresión de confianza ciudadana y responsabilidad política. Y el rechazo de una idea que costó 80 millones de muertos: la locura de que a cada cultura –o, más absurdo aún, a cada lengua– debe corresponderle un Estado. Por eso España es una pequeña Europa y su futuro será el futuro de Europa. Y por eso los socialistas deberían declarar solemnemente inaugurado el fernandismo y trabajar por su consolidación.
En el rincón, sin embargo, sobrevive y maquina Pedro Sánchez. El sábado celebró el triunfo de su escudero Miquel Iceta con una advertencia escasamente sutil: «Hoy y siempre defenderemos el voto de los militantes». Es decir, el voto emocional. La simplificación. El plebiscito sobre un Rajoy exhibido como encarnación del facherío y la corrupción. Y también –aunque no se atreve a decirlo– un nuevo acuerdo con el nacionalismo, conocido eufemismo de la claudicación. Sánchez, Iceta, Armengol, todos esos estadistas que circulan febrilmente por las sedes recogiendo firmas para reventar el próximo Comité Federal representan el socialismo suicida. Son un producto típico de un tiempo ciego a las lecciones del tiempo.
La agitación de las bases y de las vísceras no frenará a Podemos ni a Colau, porque los legitima. Lo que puede destruir, ya definitivamente, al PSOE y al PSC no es una abstención puramente táctica ante Rajoy sino su concreta y estructural abstención ante el nacionalismo. Empezando por sus devaneos con el llamado «derecho a decidir», ese sintagma espectral donde confluyen, potenciando su fuerza disolvente, el identitarismo y la democracia directa.
Lo vio muy pronto el presidente Tarradellas: «Los socialistas no ganan porque no quieren.» La realidad es que nunca han gobernado Cataluña. Renunciaron por primera vez aquella tarde aciaga de mayo de 1984, narrada por el periodista Arcadi Espada en Contra Catalunya, cuando Raimon Obiols agachó la cabeza ante las agresiones verbales y físicas de los hooligans de Pujol. Y renunciaron definitivamente los muy honorables Montilla y Maragall cuando, en lugar de ensayar una alternativa cultural y política al reaccionario paradigma nacionalista, lo asumieron como propio. Sólo un partido de izquierdas moderno, desprovisto de toda caspa identitaria, carente de cualquier pulsión populista, tiene ya algún hueco en Cataluña. Lo que queda ahora, este contrahecho de icetas y parlones, son despojos para Colau y, si espabila, para Ciudadanos. Esa es, quizá, la mejor baza que guarda Fernández: sin el PSOE, el PSC desaparecerá. Sin el PSC, con una renacida Federación Socialista Catalana, el PSOE podría ser un partido enteramente español. Y ponerse otra vez en camino.