Rubén Amón-El País
La doctrina indepe apelará al fraude electoral en caso de perder la mayoría absoluta
La distopía de la Cataluña independiente se revela como una premonición en la acrópolis de Barcelona. Se yergue en el mirador cenital de la ciudad un parque temático de España que Primo de Rivera fundó en 1929, que Franco convirtió en el recinto de la pedagogía patriótica y que los turistas de 2017, ajenos a la disputa territorial, observan con entusiasmo y candor, a semejanza de una experiencia integral, un pasaje de iniciación, una full inversion de españolismo que permite en dos horas degustar el pescaíto en una callejuela de Córdoba, visitar la muralla de Ávila, sobrecogerse en las Carmelitas de Alcañiz y deleitarse con el plateresco salmantino.
Se trataba de una iniciativa temporal, un pastiche arquitectónico, enciclopédico, concebido al abrigo de la Exposición Universal, pero la dictadura decidió preservarlo y las autoridades autonómicas de la democracia nunca han sabido como deshacerse de semejante anacronismo. Un consorcio turístico ejerce derechos de explotación hasta 2035. Y puede que entonces, el Pueblo Español, el Poble Espanyol, he aquí sus nombres oficiales, termine convirtiéndose en una excentricidad de la República de Cataluña. Un pasaje hacia la nostalgia. Un túnel del tiempo. Un remedo de aquella España que empezó a desfigurarse con el veneno de los nacionalismos. Un espacio arqueológico que los abuelos enseñarán a sus nietos comprándoles la miniatura de un toro de Osborne.
Entiende uno que la catarsis del 21D contradice la situación de ponerse dramático o apocalíptico, pero las expectativas justicieras de estos comicios definen, lejos de toda euforia, el recrudecimiento de una sociedad fracturada en dos mitades y la inoportunidad de unas navidades de refriega familiar.
Tanto nos hemos habituado a la dinámica de bloques que empieza a arraigarse con naturalidad la beligerancia de las banderas y la dialéctica del vencedor y del vencido, aunque el aspecto más inquietante del proceso, del procés, consiste en la oscuridad de la razón. Y en la obstinada credulidad de la grey soberanista, cuyo estado de enajenación ha transigido con el rechazo de la UE, el deterioro de la economía, la indecorosa espantada de Puigdemont, la apostasía de sus líderes en la sumisión a la Constitución, la reyerta de los candidatos en el desenlace de la campaña y hasta con la superstición -inducida, inoculada- de hallarse resistiendo el rebrote de un régimen franquista, provisto de su ferocidad represora y de sus fórmulas iconográficas: el preso político, el exiliado, el republicano perseguido, la ocupación de las instituciones.
Son los presupuestos desde los que el independentismo empieza a masajear a sus votantes con el relato preventivo del pucherazo. Estas elecciones serán válidas o inválidas dependiendo de que se produzca o no se produzca una victoria clara del soberanismo. El 155 las había pervertido de origen. Y la convocatoria de Mariano Rajoy constituía un pecado original, embrionario, de forma que la hipótesis de una victoria de Ciudadanos o del PSC —o un retroceso del dogmatismo estelado— sería el estímulo idóneo para denunciar el fraude y reanudar la campaña del Estado opresor en el bucle de las posverdades con que Junqueras evoca la danza de Sherezade.