ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

  • El caudillo Sánchez se erige en máximo intérprete de la Ley, por encima del Supremo, el Constitucional y el TJUE

Acosar a los jueces que se interponen en su camino no constituye una conducta novedosa por parte del PSOE. Que se lo digan a la jueza Alaya, instructora del mayor escándalo de corrupción registrado en España, el de los ERE fraudulentos destinados a comprar votos en Andalucía en tiempos de Chaves y Griñán, o al difunto Marino Barbero, que desde el Supremo investigó con enormes dificultades el caso Filesa, la trama de financiación ilegal socialista destapada a principios de los noventa. Una y otro sufrieron en sus carnes la feroz presión del poder político empeñado en impedirles cumplir con su obligación de hacer valer la legislación vigente. A diferencia de lo que sucede ahora, no obstante, esa coacción se ejercía con cierto disimulo, desde la conciencia de estar contraviniendo un principio democrático sagrado. Los socialistas empleaban armas prohibidas para defenderse, pero al menos sabían que actuaban mal y trataban de tapar la impudicia. En la era del sanchismo ya no se toman esa molestia. Se han mimetizado tanto con sus socios comunistas y separatistas que no solo emplean abiertamente sus técnicas intimidatorias, sino incluso su lenguaje. Los magistrados molestos son señalados con nombre y apellidos por ministras como Teresa Ribera, la presidenta del Congreso consiente, sin un reproche, que dos diputadas independentistas los cubran de injurias desde la tribuna y Pedro Sánchez, el caudillo, da un paso más al erigirse en máximo intérprete de la Ley, por encima del Supremo, el Constitucional y la última instancia europea, para afirmar que ninguno de los incursos en la causa que investiga la Audiencia Nacional es un terrorista.

Lo que está sucediendo en España reviste una gravedad extrema. Este obsceno manoseo de la Justicia supone un ataque frontal a la democracia. Una quiebra de sus pilares más básicos. Una amenaza sin precedentes contra el sistema de garantías que salvaguarda nuestras libertades. Si ya la ley de amnistía de por sí, en su redacción actual tumbada por Puigdemont, pone en solfa la igualdad de los españoles y abre una puerta muy peligrosa a la arbitrariedad del gobernante, el empeño de imponerla a martillazos constituye una nueva escalada en esta deriva totalitaria que nos conduce a un modelo semejante al venezolano. Nunca se había atrevido nadie a tildar de «prevaricador» o «corrupto» a un juez en el hemiciclo, y mucho menos a descalificar en bloque todo el sistema judicial, como hizo el martes una exaltada Nogueras, ante el silencio cómplice de Armengol, que mancilla su cargo en cada sesión con una parcialidad vergonzosa. Nunca un presidente del Gobierno había osado suplantar con tal descaro a los órganos competentes para hacer una lectura correcta del Código Penal, lo que abona la sospecha de un pacto suscrito de antemano con Pumpido y sus siete «progresistas» del TC para avalar cualquier cosa. Nunca estuvimos tan cerca de volver a la dictadura.