FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD 30/09/13
TEO URIARTE
Nuestro añorado profesor Koldo Mitxelena, de cuyo abertzalismo y devoción por el euskera no cabe la menor duda, repetía durante los años de la Transición de una manera casi obsesionante la frase: “antes que nacionalista hay que ser demócrata”. En aquella época de inicio de nuestra autonomía, de pleno fervor patriótico en el que se enterraba una dictadura, uno no entendía el por qué de aquel soniquete, que parecía innecesario, pues resultaba molesta su preocupada mención por la democracia en relación al nacionalismo. Pero, de lo que Mitxelena avisaba, precisamente, gracias a su experiencia y quizás al hecho de que hubiera tenido un gran mentor de pasado falangista, era del reto, de la contradicción esencial, que todo nacionalismo mantiene con la democracia y del que posiblemente el vasco no se iba a salvar. Tras unos años esa contradicción apareció en toda su dimensión, en detrimento de la democracia, no sólo en Euskadi, sino también en la que creíamos sensata Cataluña, mostrando el sentido que tenía aquel repetido enunciado.
Cuando el Plan Ibarretxe estaba en plena promoción un trabajo realizado por Onaindia y Emilio Guevara puso el énfasis en la citada cuestión. “¿Es democrático el Plan Ibarretxe?”(Ikusager Ediciones, Fundación para La Libertad, 2003), pues consideraban que era romper con la democracia el sajar a Euskadi en dos mitades mediante aquella propuesta para la secesión. De forma más amplia, Estephane Dión, profesor y ministro Candiense, promotor de la Ley de la Claridad, acababa planteando directamente la tara esencial que el nacionalismo sostiene con la democracia.
A la pregunta de un periodista de El Correo (25, 11, 003), «¿Por qué dijo una vez que la dinámica secesionista es difícilmente conciliable con la democracia?», Dion contestó: «Porque la democracia supone que tenemos que aceptar a todos los ciudadanos, sea el que sea su idioma, religión, cultura o sus vínculos territoriales. La secesión nos obliga a elegir cuáles son los ciudadanos con los que nos queremos quedar y los que se tienen que marchar. No veo ningún motivo para que esto se haga en democracia. La democracia se queda con todo»[1]. Es decir, ponía el énfasis en la original virtud de la democracia, en su razón de ser: sumar lealtades. Y proseguía: «En mi calidad de quebequés y canadiense, puedo afirmar que, en la era de globalización en la que vivimos, cuando se tiene la suerte de contar con distintas identidades, hay que aceptarlas todas [….] La verdadera alternativa, para mí, no está en elegir entre ser quebequés o canadiense, elegir entre Québec o Canadá. La verdadera alternativa es ser quebequés y canadiense, en lugar de ser quebequés sin Canadá. Las identidades se suman, nunca se restan».
Sin embargo, el ministro canadiense, a pesar de la naturaleza antidemocrática del secesionismo, admitía la necesidad de dar una salida democrática y legal a la voluntad de secesión: «Creo que la secesión de Quebec de Canadá sería un error terrible, pero estaría dispuesto a aceptarla en la medida en que se llevara a cabo de conformidad con la democracia y las normas del Estado de derecho». Partía de la tesis de que en democracia no se puede forzar a nadie a mantenerse en una misma nación, pero además avisaba, algo de lo que muchos políticos españoles no quieren ver, de que « si la descentralización de un país se hace para calmar al nacionalismo, será un fracaso. Los separatistas no quieren una descentralización, sino su propio Estado». Sabía que todos los intentos de apaciguar con competencias, cambios constitucionales, autonomías más o menos ilimitadas, federalismo, e incluso, confederalismo, acaban siendo contraproducentes para el mantenimiento de la unión.
Por ello resulta ineficaz la actitud, otra obsesión, de muchos políticos españoles, creer que mediante el diálogo y concesiones se evita la secesión. Que se puede encontrar mediante el diálogo y las reformas necesarias eso tan difícil y complejo como posibilitar el encaje de Cataluña en España. De momento, Cataluña y Euskadi están encajadas, pero si personalidades de la izquierda (Sánchez Cuenca) o de la derecha (Esperanza Aguirre) crean que se puede, modificando inclusive la Constitución, encajar el separatimo en España vamos apañados. Parece un síntoma de enfermedad no entender lo que los secesionistas dicen querer, que es la secesión, ante la que no hay más solución que la apelación defensiva a la Constitución y a la legislación internacional, contrarias a fenómenos secesionistas que promoverían el caos internacional, como son los casos vascos o catalán, o un referéndum pactado como fue el caso de Canadá. No hay más salidas. El dialogar y dialogar hasta el amanecer, cuento chino, que sólo sirve para el apoyo de la gran campaña publicitaria nacionalista.
De todas maneras, todo este festival independentista va vía fáctica hacia la independencia, la vía plebiscitaria pactada con el Gobierno será negada por los nacionalistas en el caso de que se propusiera éste, pues nacionalismos tan brutales como el vasco o el catalán son incapaces de reconocer la existencia de catalanes contrarios a la aventura nacionalista, y si los hay, se quedarían como “alemanes en Mallorca”, y mucho menos entienden que el resto de los españoles tengan algo que decir ante la secesión de una, o dos, de las partes de su nación.
Otra cosa es, que la incapacidad política de los dos grandes partidos hayan dejado el concepto de la nación española hecha unos zorros, que no exista un discurso nacional salvo el que realiza Albert Rivera, y ante esa derruida nación piensen pirenaicos catalanes y montaraces vascos montar sus propias naciones. Como bien dice Ruiz Soroa “El Unionismo no tiene quien le escriba”, a lo que hay que sumar, o es parte de él, el descomunal vacío político de la izquierda. Pues hoy esperar que la izquierda otrora española hiciera un mínimo discurso nacional, como lo hiciera la generación de Felipe Gonzalez, sería como haberle pedido a los de la UHP que rezaran el ángelus. De proseguir este panorama político gestionado por Sorayas sin que nadie ponga remedio acaberemos viendo pedir el derecho a decidir al barrio de Malasaña. Ante la falla de discurso nacional, ese es el origen y causa del problema, nacionalistas periféricos tienen la posibilidad de erigir sin obstáculo, casi promovido por esa falla, su propio discurso para constituirse en nación separada.
[1] Entrevista a Stéphane Dion, «Hay que ser claro y preguntar si se quiere la independencia», El Correo, 25 de noviembre de 2003.