Editorial El Mundo
EN UN alarde histórico de irresponsabilidad y amateurismo, el partido Vox saboteó ayer la investidura de Fernando López-Miras que habría puesto en marcha un Gobierno liberal para Murcia. Ni siquiera tras avenirse Cs a sentarse durante cinco horas con los de Abascal en una misma mesa con el PP, conformando la estampa a tres que exigía, la derecha populista fue capaz de desbloquear la situación en beneficio de los ciudadanos. Todos los murcianos pagan así la inmadurez emocional de un partido que se conduce por las instituciones entre el exabrupto, la descalificación grosera, un programa ideológico de máximos que amenaza consensos irrenunciables y un resentimiento que parece incapaz de superar.
Vox irrumpió con fuerza en Andalucía y posibilitó un cambio histórico. No pidió entonces sillones sino que asumió la correlación de fuerzas y negoció condiciones asumibles para unos buenos Presupuestos que han dado estabilidad a la comunidad más poblada de España. Sin embargo, aquello a la cúpula de Vox no le bastaba y cambió su estrategia: pasó a pedir cargos en proporción directa a sus votos, algo que no hizo Cs cuando irrumpió en la escena nacional con mucha mayor representación. Después chocó con el PP y eligió pasar a la oposición para influir desde allí en el rumbo político de ayuntamientos y autonomías, algo razonable. Pero de nuevo ha vuelto a cambiar de idea: ahora prefiere dinamitar gobiernos de PP y Cs para hacerse respetar, demostrando que concibe el respeto como intimidación. No está mal para un partido que acusaba a otros de veletas y que presumía de anteponer los principios.
Llegados a este punto, cabe preguntarse por la utilidad política de Vox. Se puede entender su sentimiento de frustración al concitar en las urnas un apoyo mucho más modesto que aquel al que aspiraba; pero otros han pasado antes por la misma experiencia sin empeñarse a continuación en el bloqueo como forma de venganza, no se sabe muy bien contra quién. O sí: contra todos los ciudadanos de centroderecha que asisten con estupor al espectáculo. Es posible que un reducido núcleo de votantes de Vox, los más fanatizados, aplaudan su airado obstruccionismo; pero el tiempo atempera los ánimos más exaltados y descubre el efecto contraproducente de los afanes megalómanos, como lo descubrió Iglesias tras tumbar la investidura de Sánchez en 2016. El hecho es que ayer Vox votó en compañía de PSOE y Podemos contra un Gobierno de PP y Cs por puro despecho partidista. Y el despecho es una categoría demasiado infantil para no ser castigada por los electores en el futuro.
El historiador Carlo Maria Cipolla definió la estupidez como la capacidad de causar daño a otros sin obtener el causante ganancia alguna, e incluso provocándose daño a sí mismo en el proceso. Hay que lamentar de veras que el comportamiento de Vox en este trance se ajuste tanto a tal definición.