Occidentalismo

La visión ‘esencialmente’ deformada propia de Occidente sobre Oriente es un mito. El contenido de tal «occidentalismo» sería una amalgama de visiones de todo tipo y origen, coincidentes en su incomprensión irremediable del mundo extraeuropeo, y singularmente del islámico. Acumulando generalizaciones sobre el espantajo de la incomprensión occidental no entenderemos nada. O tal vez de eso se trata.

Edward Said realizó una aportación decisiva en el campo de la sociología histórica, al analizar los estereotipos de la imagen cultural forjada en el mundo occidental acerca de Oriente, así como el vínculo observable entre ese filtro deformante y una estructura de dominación. Proporcionó de este modo un instrumento crítico a aquellos que, según la frase de Marx por él citada, no pueden representarse a sí mismos y han de ser representados, y también a los propios occidentales, quienes se vieron obligados a tomar en consideración los aspectos menos atractivos de su mentalidad. Por citar un solo ejemplo, cuesta reconocer que en La flauta mágica, al lado de la fascinación masónica ante la vertiente soteriológica de las culturas orientales, se encuentra el fondo racista en el tratamiento de la figura de Monostatos.

La semilla dejada por la obra de Said sigue siendo fértil. No lo es tanto su utilización ideológica, hacia una vertiente para ver confirmada entre los «no representados» la perversidad de todo enfoque de origen occidental, y hacia otra para tachar de eurocéntrica cualquier actitud crítica hacia ideas o usos vigentes en el mundo no europeo, y singularmente en el islam. El mismo Said había abierto esa posibilidad al conceder poco espacio a los aspectos positivos, que existen, en la tradición de estudios europeos y americanos desde el siglo XIX, no ya sobre un «Oriente» que hoy ha dejado de existir, sino sobre sus distintos componentes, desde las civilizaciones china, india o japonesa a la religión y la política islámicas. El resultado es que los epígonos de Said, como siempre ocurre con el pensamiento innovador, tanto «orientales» como «occidentales», pasaron a servirse de sus generalizaciones, para elaborar esquemas maniqueos, de los cuales surge a modo de prolongación un nuevo protagonista: el «occidentalismo».

El contenido de tal «occidentalismo» viene dado por una amalgama en que se funden las visiones de todo tipo y origen, coincidentes al denunciar su incomprensión irremediable del mundo extraeuropeo, y singularmente del islámico.

Tal como funciona, el «occidentalismo», la visión esencialmente deformada propia de Occidente, es un mito, en el mismo sentido que utiliza Said el concepto al abordar la construcción de otros estereotipos: «Pertenece a la lógica de los mitos, como a la de los sueños, asumir las antítesis radicales. El mito no analiza ni resuelve problemas. Los representa como previamente analizados y resueltos». Funciona mediante una cadena de falsas evidencias, y una vez aceptadas éstas tras ser repetidas una y otra vez, por el efecto-mayoría, tiene la virtud de proporcionar una apariencia de rigor,induciendo la descalificación inmediata de todo análisis complejo o ponderado, hasta el punto de constituirse en una auténtica vacuna contra el conocimiento. Toda racionalización deviene imposible.

Entra además en juego un mecanismo de consolación si consideramos que los problemas como tales no existen, que no son sino el efecto de nuestras culpas. Así como ETA sería la consecuencia de no haber resuelto los españoles «el conflicto vasco», el terrorismo islámico vendría de tantos males y humillaciones acumulados por Occidente desde las Cruzadas hasta hoy.

La deformación del juicio alcanza aquí a los mejores isla-mólogos, y, cómo no, la piedra de toque son las caricaturas danesas. Uno de ellos, Gilles Kepel, tras valorar los efectos desfavorables del episodio, añadía «que los daneses no entendieron lo que ocurría al publicarlas», asumiendo así inadvertidamente la tesis islamista (Erdogan incluido) sobre la responsabilidad colectiva del acto individual inevitable en régimen de libertad. Dicho comentario surgió además ante el intento de un creyente fanático que con un hacha quiso matar al dibujante.

Silencio sobre el fondo de la cuestión: el desencadenamiento de la violencia, legitimada por líderes del islamismo «moderado» (fatua del reverenciado al-Qaradawi sobre «el Día de la Ira»). Sólo cuentan las «culpas» colectivas, danesas, de Occidente, nuestras.

De ahí que el primer mandamiento de este enfoque denunciador del «occidentalismo» sea la negación de toda causalidad endógena. Resulta asombrosa la capacidad de los imitadores de Said para esquivar el reconocimiento de unas relaciones causales que, éstas sí, son del todo comprobables. Así, convirtámonos en ciegos voluntarios ante la formación reiterada de los yihadistas en los medios del islamismo radical, porque de otro modo tendríamos que preocuparnos por los mensajes que surgen desde una posición doctrinal que hemos considerado previamente por encima de toda sospecha. Ya se sabe, la yihad en el presente nada tiene que ver con creencias del siglo VII, por mucho que los voceros de Al Qaeda se empeñen en probar lo contrario.

Hablemos en cambio de esa explotación económica imperialista que ha convertido a nuestros apologistas en fieles de Marx: el terrorismo es la forma de protesta de los desposeídos (¿Bin Laden?). Y quienes esto escriben, quedan así cargados de buena conciencia.

A continuación hablaremos de la terrible desigualdad del «mundo árabe» respecto del Occidente opulento… Sólo que no es menor la impresionante desigualdad de los habitantes de la mayoría de países musulmanes en relación a Arabia Saudí y a los emiratos, «desequilibrio» que no suscita ni terrorismo ni denuncia de apologista alguno. Luego el argumento es una falacia.

Lo es también otra imagen de Epinal: existiría una orientación a la democracia en el mundo musulmán, frustrada por dictadores favorables a Europa. Resultado de tal frustración: islamismo radical. Lástima que esto sea falso en la mayoría de los casos, salvo en el golpe de la CIA contra Mossadeq en Irán.

Los regímenes poscoloniales árabes han sido casi siempre autoritarios o tiránicos, incluidas las alternativas laicas o socializantes. A Hassan II, a Hafed el-Assad, a Gaddafi o a Sadam Hussein nadie de fuera les enseñó a violar la libertad política. El islamismo de los Hermanos Musulmanes fue antidemocrático desde un principio y por cuenta propia. Gracias a Kemal Atatürk antes, hoy a exislamistas demócratas, Turquía es la excepción que confirma esa regla. No hay que cargar la responsabilidad sobre Europa o América en el terreno de la opresión política. Otras bien graves tiene (cuestión palestina, no hablemos de Irak).

Por fin, cierto que existen musulmanes demócratas, y en concreto pensadores musulmanes progresistas de los cuales apenas se habla. Pero nuestros apologistas, aunque citen con orgullo su presencia, distan de impulsar su conocimiento. Tal vez porque su lectura, indispensable para desautorizar las visiones reduccionistas e islamófobas, confirmaría de paso gran parte de las críticas «occidentales» sobre el islamismo.

A estas alturas, las divisorias pueden y deben estar ya claras. Ejemplo a contrario: en un reciente artículo, Juan Goytisolo menciona «un país tan complejo, intelectualmente rico y contradictorio (sic) como la República Islámica de Irán». Pues bien, Irán es en efecto un país intelectualmente rico y complejo. Pero según se ha podido comprobar a fuerza de represión y de tragedias, la República Islámica de Irán no es un país, sino un régimen islamista opresor de un país, que es otra cosa.

Si eludimos partir de ahí, acumulando generalizaciones sobre el espantajo de la incomprensión occidental, no entenderemos nada. O tal vez de eso se trata.

(Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política)

Antonio Elorza, EL PAÍS, 4/2/2010