José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Antonio Fontán, un prohombre de la democracia, primer presidente del Senado, catedrático de latín y defensor de la libertad de expresión, escribió que «las dos mayores novedades institucionales de la Constitución de 1978 son la monarquía parlamentaria y las comunidades autónomas. Para casi todos los demás títulos y artículos de su texto se encuentran precedentes en otras constituciones democráticas, también en las españolas desde 1812».
Podría decirse, en consecuencia, que el pacto constitucional se basa en la descentralización del poder del Estado en favor de las autonomías —nacionalidades y regiones— y en su jefatura que asume el Rey de manera hereditaria. De ahí que la figura y la trayectoria de Juan Carlos I —única persona nominativamente invocada en la Constitución (artículo 57)— sea indisociable de la de la Constitución. Y ambos —el Rey emérito y la Carta Magna— han sufrido un enorme desgaste de materiales. El que fuera rey fundacional de la democracia cumple hoy 80 años (en noviembre los cumplirá su consorte, doña Sofía), y el 6 de diciembre próximo, la Constitución los 40.
El rey fundacional de la democracia cumple hoy 80 años (en noviembre los cumplirá su consorte, doña Sofía), y el 6 de diciembre, la Constitución los 40
Esta coincidencia en el calendario va a servir para que desde la Casa del Rey y desde el Gobierno, con un amplio respaldo de las fuerzas políticas que ahora el populismo y el separatismo tildan de «dinásticas», «borbónicas» o «monárquicas», se impulsen actos de reconocimiento a Juan Carlos I, que tuvo que abdicar en condiciones de serio desprestigio personal y deterioro de la Corona en junio de 2014. Renunciar fue un acto de consciencia y de generosidad del Rey emérito, porque así salvó a la institución de una merma muy seria de reputación.
Felipe VI —lo veremos pronto en encuestas muy serias— ha logrado restablecer los mejores niveles de adhesión a la Corona y ha sabido superar —como lo hizo su padre— dos crisis de gran calado: la del artículo 99 (10 meses de Gobierno en funciones entre 2015 y 2016, dos investiduras fallidas) evitando el bloqueo institucional, y la de Cataluña, aún en curso, pero encauzada mucho más de lo que parece, precisamente, y entre otras razones, por el discurso de Felipe VI el pasado 3 de octubre.
En el reinado de Juan Carlos I hay que registrar tres tramos temporales. El primero (1975-78) fue audaz y consistió en cesar a Carlos Arias Navarro, nombrar a Adolfo Suárez presidente del Gobierno, respaldar una ley de amnistía política, apoyar la legalización del Partido Comunista de España e impulsar una constitución democrática. El segundo (1980-1995) fue legitimador para su persona y para la institución, porque el Rey abortó el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y normalizó democráticamente las Fuerzas Armadas, soportó con toda la sociedad española los peores años del terrorismo de ETA, y la izquierda (PSOE en 1982) gobernó por primera vez el país. El grave problema de esta época es que el Rey no convirtió a España en monárquica sino en ‘juancarlista’.
El tercero (1995-2014) fue de declive. Comenzó con la desafortunada ampliación de la entonces familia real (boda de la infanta Elena con Jaime de Marichalar en 1995 y de su hermana Cristina con Iñaki Urdangarin en 1997) y culminó con una actitud indiscreta y nada ejemplar de Juan Carlos I tanto en su vida privada como en su proyección pública. A lo que debe añadirse el controvertido matrimonio del heredero en mayo de 2004.
El punto culminante de la erosión de la figura del Rey emérito fue, sin duda, su malhadado viaje de placer con la ‘princesa’ Corina a Botsuana. Remito a los lectores a la larga crónica —la primera en España— publicada en El Confidencial el día 15 de abril de 2012 bajo el título «Historia de cómo la Corona ha entrado en barrena».
Enfermo, con el matrimonio con doña Sofía arruinado, con una de sus hijas y su marido imputados, Juan Carlos I abdicó en su hijo en junio de 2014. En las dos dinastías —Austrias y Borbones—, las abdicaciones son rarísimas porque, como bien afirmó la Reina emérita, un rey no deja de serlo hasta que muere. El Rey padre —no sin cierta amargura personal, como se dejó traslucir en el hecho de que no acudiera al evento parlamentario que celebró el pasado año los 40 de las primeras elecciones democráticas, al entender que se le relegaba protocolariamente— ha asumido su papel secundario con un gran «gozo de vivir». Se dedica a la navegación, recorridos gastronómicos, despachos en el Palacio Real de Madrid con colectivos distintos, contadas apariciones en actos públicos y con un regreso, extraordinario en él, a la discreción.
Mañana, día de Reyes y de la Pascua Militar, Juan Carlos I estará en el Palacio Real junto a su hijo, lo que entraña una gran significación. Fue en ese mismo escenario cuando el 6 de enero de 2014 el Rey mostró todas sus debilidades. Voz fatigada, ‘lapsus linguae’, desorientación en la lectura del discurso… adelantaban que el jefe del Estado no podía hacer frente a sus obligaciones. Cinco meses después, abdicó.
Los que vivimos la Transición sabemos que no es preciso dejar pasar más para reconocer a Juan Carlos de Borbón la categoría de un gran rey
La responsabilidad de la decadencia —demasiado precoz— del reinado de Juan Carlos I tuvo que ver con sus comportamientos, pero también con el blindaje de opacidad y silencio que le ofrecieron la clase política y los medios de comunicación. Hay, en consecuencia, una culpa solidaria que el Rey no llegó a percibir, perdió pie y creyó que sus muchos méritos le servían de salvoconducto para salirse de las pautas y protocolos que exigía su alta magistratura. Dicho lo cual, esta rehabilitación comienza hoy con una comida familiar en la Zarzuela, sigue mañana con la Pascua Militar en la que estará presente y continuará a lo largo del año con diversos actos, culminando todos ellos con la celebración de los 40 años de la Constitución española.
Una rehabilitación que Juan Carlos I merece porque, dígase lo que se diga, sin su resolución, sin su voluntad férrea de que España viviese en una democracia, sin su instinto político, sin su don de gentes y, en fin, sin su visión estadista, la España democrática que hoy tenemos sería distinta e infinitamente peor. La historia requiere del tiempo para ajustar cuentas, pero los que vivimos la Transición sabemos que no es preciso dejar pasar más para reconocer a Juan Carlos de Borbón y Borbón la categoría de un gran rey, de un rey para la historia. Para la mejor historia de España. No vaya a ser que tengamos que lamentarnos, como nos advirtió Rubalcaba, de que «en España enterramos muy bien», como metáfora explicativa de que en vida no sabemos reconocer los méritos a nuestros coetáneos. Sobre todo cuando el significado de ese reconocimiento es hoy, políticamente, más necesario que nunca para la estabilidad institucional del Estado y la integridad de España.