ALBERTO LÓPEZ BASAGUREN-EL PAÍS

  • La pandemia nos ha colocado ante una realidad que las leyes no fueron capaces de imaginar. Sostener que el Gobierno tendría, en ese contexto, que haber declarado el estado de excepción debe ser rechazado de raíz

La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el recurso contra la declaración del estado de alarma por el Gobierno en marzo del año pasado parece estar próxima y, según se ha informado, el magistrado ponente propone que se declare inconstitucional el confinamiento domiciliario que se impuso entonces.

Es un debate conocido. La Constitución española solo prevé la posibilidad de suspensión de determinados derechos en los estados de excepción y de sitio, pero no en el estado de alarma. En esta línea, la Ley Orgánica (LO) que regula las tres situaciones de emergencia establece que en el estado de alarma se puede “limitar” la libertad de circulación, mientras que en el estado de excepción se puede “suspender” ese mismo derecho. Sobre esta base, un sector de constitucionalistas sostuvo que el confinamiento era una medida inconstitucional, porque se habría tratado de una suspensión y no de una limitación del derecho. Algunas de esas voces concluyeron que, si era necesario suspender la libertad de circulación, debía declararse el estado de excepción. Parece que ahora la postura de rechazo puede asumirla el propio “intérprete supremo de la Constitución”, el TC.

Sostener que el Gobierno tendría que haber declarado el estado de excepción debe ser rechazado de raíz, pues supone un grave error de entendimiento. Una situación de emergencia solo puede declararse cuando concurre la situación de hecho que la justifica: una calamidad natural, en el caso del estado de alarma y una crisis política —provocada por una grave alteración del orden público, del libre ejercicio de los derechos y libertades, o de los servicios esenciales de la comunidad—, en el caso del estado de excepción. El Gobierno no tiene libertad para optar entre uno u otro, según cuáles sean las medidas que considere necesario imponer. En el caso de la pandemia no hay alternativa constitucional al estado de alarma.

Las restricciones que se impusieron a la libertad de circulación fueron, ciertamente, muy severas, especialmente el confinamiento domiciliario durante los días del “permiso obligatorio retribuido recuperable”, en la Semana Santa. ¿Significa que fueron inconstitucionales? No es difícil suponer que, antes de la pandemia, la opinión generalizada entre constitucionalistas habría sido afirmativa.

Pero la pandemia, por sus características, nos ha colocado ante una realidad que las leyes no fueron capaces de imaginar; desbordó, sorpresivamente, lo previsto en las leyes de salud pública y en la reguladora del estado de alarma, nucleares para la gestión de la crisis, creándose una situación de necesidad que obliga a adecuar la interpretación de la Constitución y de las leyes en relación con las medidas que se adoptaron entonces. Las medidas de confinamiento domiciliario fueron requeridas por las organizaciones internacionales de salud pública —destacadamente, la OMS—; fueron reclamadas por especialistas de primera línea en virología, epidemiología y otras disciplinas científicas; y, con unos u otros matices, se establecieron en la generalidad de los países democráticos de nuestro ámbito, al amparo de una legislación de emergencia asimilable a la de nuestro estado de alarma. En estas condiciones, no puede decirse que fueran medidas arbitrarias; y España no puede ser una excepción entre los países democráticos respecto a las medidas disponibles para hacer frente a la pandemia.

Michel de Montaigne, firme defensor de la supremacía de las leyes y de que se apliquen sin desviar ni desvirtuar el uso consolidado de las mismas, advierte en uno de sus Ensayos que la fortuna nos presenta a veces tan urgente la necesidad que es preciso que las leyes le cedan algún sitio, porque la disciplina normal de un Estado que goza de buena salud no prevé estos anómalos percances. Según nos relata, es lo que hicieron los lacedemonios, quienes, a pesar de ser meticulosos en el cumplimiento de las leyes de su país, las interpretaron flexiblemente, adaptándolas a lo que exigían las circunstancias, cuando se vieron atrapados entre su literalidad y la necesidad a la que se enfrentaban. Actitud contraria adoptaron Octavio y Catón, que prefirieron ver a su patria padecer toda suerte de penalidades antes que socorrerla en contra de lo que explicitaban sus leyes. Los lacedemonios salieron triunfantes, mientras que a Octavio y a Catón todavía se les reprocha su actitud.

El Estado no puede quedar inerme frente a una crisis sanitaria como la que nos ha azotado; de forma que sostener la inconstitucionalidad de aquel confinamiento tiene, por necesidad, un efecto paradójico: la normalización de la emergencia. Es lo que vienen defendiendo quienes abogan por una interpretación sin límites de la norma que habilita a las autoridades a adoptar las medidas que “consideren oportunas en caso de riesgo transmisible” (art. 3 de la LO de medidas especiales en materia de salud pública). La legislación ordinaria ampararía, así, la adopción de restricciones de derechos que, sin embargo, según se anuncia, el TC podría considerar que no pueden adoptarse al amparo de la legislación de emergencia. Sarcástica solución, que permitiría entrar por la puerta trasera, con absoluta tranquilidad, lo que se habría expulsado, con todo el boato, por la puerta principal, desapareciendo la luz de alerta de excepcionalidad que supone la activación de la emergencia.

Pero la normalización de la excepción ya se ha abierto camino aquí. En una operación de prestidigitación legislativa, improvisada o insuficientemente pensada, se avaló la interpretación expansiva de la legislación ordinaria, de forma indirecta, a través de una norma procesal que atribuye a los tribunales la competencia -espuria- para autorizar o convalidar medidas generalizadas de “limitación o restricción” de derechos fundamentales, que no está explicitada en ninguna ley de salud pública. Una vía que ha provocado un desorden considerable ante la multiplicación de resoluciones divergentes por parte de distintos tribunales; que se ha tratado de parchear atribuyendo al Tribunal Supremo la competencia para la unificación de doctrina, pero cuya efectividad respecto a la pretensión gubernamental de configurarla como vía alternativa al estado de alarma ha sido solo parcial.

En el TC no puede imponerse una actitud similar a la de Octavio y Catón. Aún menos, en un fallo que, tras más de un año de aquel confinamiento, es absolutamente extemporáneo. El TC tendría que haber resuelto con celeridad. Una decisión temprana le tendría que haber permitido combinar adecuadamente la aceptación de las exigencias provocadas por la situación de necesidad surgida en aquel primer momento, con la exigencia a la mayoría parlamentaria para que, a iniciativa del Gobierno, realizase, en un plazo perentorio, las reformas de la legislación concernida, ajustándola —respetando la Constitución— a la realidad que impuso la pandemia; porque una situación de necesidad no puede justificarse indefinidamente. Una reforma que, entre otras precisiones, requiere una adecuada delimitación de la frontera entre suspensión y limitación del derecho en supuestos similares.

Los embates a la Constitución con ocasión del estado de alarma no están en aquel primer confinamiento, sino en la prórroga de seis meses del segundo estado de alarma general, que diluye el instrumento extraordinario de control establecido por la Constitución. El Gobierno y el Parlamento no han actuado con la responsabilidad que se requería en la adecuación de las leyes a lo que exigía la realidad. El TC no puede sumar, ahora, una decisión irresponsable, de grandísimo calado político, como una declaración de inconstitucionalidad de aquel confinamiento.

Alberto López Basaguren es catedrático de Constitucional de la Universidad del País Vasco.