Arcadi Espada- El Mundo
Mi liberada:
Algunos catalanes de mi tiempo consideramos que el nacionalismo es una idea maligna, que debe ser combatida. Nunca tuvimos el apoyo real de ningún gobierno de España. Solo un presidente, Felipe González, supo ver (Toledo, 1984) hasta qué punto una versión específica de ese nacionalismo era el auténtico peligro de la democracia española. Pero su agudeza no merece premio, porque vino seguida de la pasividad. Y la principal de las pasividades, que fue su desinterés en lograr que el socialismo catalán dejara, primero, de estar sometido al nacionalismo y de colaborar, luego, decisiva y dramáticamente con él. Algunos catalanes consideramos que desde hace cinco años el nacionalismo ha humillado a los ciudadanos españoles y que esa humillación alcanzó su cenit cuando el gobierno del presidente Mas organizó un referéndum ilegal en el que votaron más de dos millones de personas, sin que el Estado lo impidiera y sin que posteriormente fuera capaz de castigar más que de una manera versallesca a sus promotores.
Se dice que para hoy, en Cataluña, hay organizado otro referéndum. Pero la patraña convocada no alcanzará el nivel de participación ni de fluidez organizativa ni de eficacia estadística ni de fiesta cívica (así llaman a sus conjuras xenófobas) que tuvo el del 9 de noviembre. El anterior presidente Mas no era partidario de este referéndum. Lo consideraba una redundancia. El sucesor, Carles Puigdemont, y su principal aliado, Oriol Junqueras, también saben que el intento de referéndum de hoy no podrá compararse al del 9-N. Y saben que en muchos lugares de Cataluña se organizará una ceremonia sucia, bronca y rota. Pero no les importa. El nuevo referéndum solo es la herramienta que han elegido para intentar la toma del poder. Podrían haber optado, con la suma de los resultados del 9 de noviembre y de la mayoría parlamentaria, por una proclamación de la independencia. Pero necesitaban un escenario de apoyo y movilización popular, sostenido en el tiempo, donde los ciudadanos acérrimos se sintieran protagonistas. Y así la urna ha acabado convertida en el fetiche de la revolución. Las urnas -tomarlas- son el palacio de invierno de nuestro octubre. De modo que lo que cuenta hoy no es la aritmética. El nacionalismo insurgente ya ha descontado que detrás de él está la mayoría necesaria de la población. Y no se siente obligado a comprobarlo. Pero cree que para sus propósitos es extraordinariamente útil la escena -plástica, viva- de un referéndum frustrado. No importa tanto poder votar como que el tumulto alcance una dimensión política que pueda justificar los movimientos revolucionarios futuros.
El Gobierno democrático se enfrenta a un reto doble. El primero son los números. El Gobierno debe conseguir, en efecto, que el referéndum no alcance más cota que la de la movilización simbólica. Si a última hora de la noche el presidente Puigdemont compareciese para decir que, a pesar de los intentos del gobierno español, los catalanes habían votado en una proporción parecida a la del 9 de noviembre, y que la independencia será en pocos días un hecho, al presidente Rajoy no le quedaría otra posibilidad que la dimisión. Y no es preciso subrayar, en ese caso, en qué delicada situación quedaría un Estado incapaz de aplicar su ley. Pero el Gobierno tiene también otro reto: cómo gestionar su autoridad. Habrá que ver lo que sucede a lo largo del día. Pero lo que ha sucedido hasta ahora no es esperanzador para los demócratas. Basten algunos ejemplos. El ínclito Mayor -¡un policía!- decidiendo hasta qué punto va a aplicar la ley. Los secesionistas celebrando sin mayor traba ni apercibimiento mítines en favor de la insurrección: entre el acto inaugural de Tarragona, donde al menos se extendió el ademán del castigo, hasta el acto final de la noche del viernes en Barcelona, hay un corto pero intenso camino de maligna exposición a la ilegalidad. Y el peor ejemplo, metaforizado en las palabras del número 2 de Interior sobre la posibilidad de que los catalanes celebren hoy un picnic masivo: el Gobierno no ha advertido con claridad a los ciudadanos de que su participación en las concentraciones ilegales conlleva riesgos. Este es el asunto esencial. Lo que hoy va a suceder en las calles de Cataluña nada tiene que ver con los happenings de cada 11 de septiembre o asimilados. Para empezar, porque a las concentraciones ni siquiera las ampara la preceptiva autorización legal. Es puramente inconcebible que el Gobierno no lo haya recordado con gravedad y haya preferido hablar con los responsables de medios de comunicación para que favorezcan las imágenes de gente al sol en las últimas playas del otoño.
Pero mañana va a llover.
El nacionalismo catalán lleva cuarenta años subiendo escalones hacia la independencia. El de hoy, sin embargo, es un escalón ilegal y el Gobierno tenía la obligación de recordarlo. El Gobierno se ha dejado comer la moral democrática. He llegado a escuchar en sus aledaños «la necesidad de evitar Tiananmén». ¡Tiananmén!: la foto de una siniestra dictadura comparada con la de un gobierno que se limitara a responder a la violencia previa de los que quieren destruir la democracia. La violencia de la libertad equiparada a la violencia de la opresión. Si hoy habrá niños en las calles catalanas no solo será por la fanática falta de escrúpulos de sus padres nacionalistas sino porque hay un gobierno que les ha dicho que siempre que no voten pueden hacer picnic en la Diagonal. Y no: en las calles catalanas de hoy solo hay asaltantes y asaltados. No es lugar para niños.
El Gobierno del Estado nunca ha sabido hablar a los nacionalistas. Durante décadas su única respuesta a la deslealtad y a los favores parlamentarios, intensamente pagados en la suites del Hotel Palace, ha sido la adulación. Un trato pueril, indignante para cualquier ciudadano adulto, incluso nacionalista. En los últimos años la adulación se ha acentuado. El nacionalismo asegura que la actitud del Gobierno ha fabricado independentistas en cada esquina. Es verdad. Pero exactamente por lo contrario de lo que propagan. En estos años de deslealtad desencadenada ha sido la apelación al diálogo, también imputable al Gobierno y a la tantas veces patética vicepresidenta Sáenz de Santamaría, la que ha fabricado aceleradamente independentistas. ¿Cómo no serlo si cada provocación, cada desprecio, cada deslealtad, solo concitan inverosímiles halagos dialogantes? El arraigo independentista lo explica la más elemental teoría de los incentivos.
La torpeza en el discurso ha llegado hasta hoy. Incapaz de decirle a los ciudadanos el riesgo real que corren, el Gobierno no ha trabajado por la desmovilización. Hasta tal punto ha asimilado el lenguaje del nacionalismo y de su mullido colchón de opinantes que parece convencido de que hoy legará al mundo democrático el simétrico sintagma correspondiente: la represión de las sonrisas. Y así, de sonrisa en sonrisa, llegaremos hasta la inexorable mueca final, quién sabe si esta misma y definitiva noche triste de octubre, con el Gobierno reunido en consejo de ministros, mientras por toda Cataluña llueve, con humo y nubes bajas.
Sigue ciega tu camino
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