David Mejía-EL ESPAÑOL
Lo que encoleriza a Podemos no es la conducta de Juan Carlos I, sino su naturaleza. Si el Emérito se hubiera comportado como un monje, casto y justo, lo seguirían odiando, porque lo que más detestan no son las cuentas suizas o los excesos innombrables, sino el régimen constitucional que corona. Eso explica que el discurso del 3 de octubre les atormente más que la cacería de Botsuana.
Pero lo que nos atormenta a algunos es que Podemos ha logrado enmascarar de republicanismo su aversión a la monarquía; un republicano es mucho más que un antimonárquico resentido. El republicanismo no es necesariamente regicida, ni cruel.
Si la dimensión humana del republicanismo de Podemos es mejorable, la dimensión política no goza de mejor salud. Los republicanos de Podemos son contrarios a la separación de poderes, defensores de los privilegios forales, acólitos de los procesos de homogeneización etnolingüística que capitanea el nacionalismo y partidarios de violar los derechos constitucionales de quienes se oponen a ella.
Su republicanismo se hace todavía más sospechoso cuando Bildu entra en escena. Los fanáticos que rezan al árbol de Guernica siempre tienen la comprensión de Podemos. No digamos si rezan mirando al Palacio de Miraflores de Caracas. Allá Podemos calla ante el amaño de elecciones, el encarcelamiento de opositores y el asesinato de manifestantes. Niega las colas de hambre y culpa a Estados Unidos de la devaluación eterna del bolívar. Digamos que en ese frente hay también un pequeño déficit de espíritu republicano.
En su rechazo a la monarquía no hay escrúpulo democrático, sino animadversión a la institución. Así que dejen de insistir en diferenciarla del hombre, porque da igual: para el populismo, el hombre es sólo el pretexto.
Pero lo más dañino para nuestra convivencia no es el odio a la monarquía, sino el desprecio a los monárquicos, que constituyen –al menos– el 50% de la ciudadanía. Podemos cree en la evolución de la especie, salvo que la especie sea monárquica, claro. Los monárquicos viven en el estancamiento evolutivo y eso supone un obstáculo para el progreso; así se justifica su aislamiento.
En su odio laten al unísono el victimismo y el infantilismo que los definen: juegan a hacerse los súbditos en democracia y publican vídeos que desmienten su servidumbre. Hay pocas cosas más tiernas y cínicas que gritar «¡Viva la república!» en una monarquía parlamentaria. Son como los niños que en el zoo desafían a los tigres por saberlos enjaulados e indefensos.