ABC-LUIS VENTOSO
El diálogo entre Rajoy y González daba bastante que pensar
ESPAÑA cuenta con muchos empresarios que han sembrado empleos y riqueza desde la nada. Pero algunos –la mayoría– continúan siendo perfectos desconocidos para el público, más atento a los figuras de Gran Hermano y MasterChef. Galicia ha aportado dos Amancios a esa productiva estirpe, tan denigrada por el regresivo podemismo y nacionalismo. Uno se apellida Ortega, y es bien notorio. El otro es el hotelero Amancio López Seijas. Salido de una aldea de Chantada, sus padres lo enviaron a estudiar a un internado de León, donde coincidió con un tal Mariano Rajoy. Chaval inquieto, a los 17 se largó a buscar vida por el Mediterráneo y comenzó a trabajar tras la caja registradora de una disco de Menorca. Después se trasladó a la Barcelona pre-chaladura independentista, ciudad que lo deslumbró. En 1977, plantó allí la simiente de su conglomerado hotelero actual. Hombre hecho a sí mismo, resultó además que a Amancio López le daba por pensar, que tenía interés en las ideas y el devenir de su país. El resultado es que acaba de organizar un insólito foro de debate en La Toja, donde ha logrado reunir, entre otros, al Rey, a González y a Rajoy, y al gran filósofo del optimismo liberal, Steven Pinker.
El plato estrella fue un diálogo entre Rajoy, de 64 años, y González, de 77, que a ratos resultó casi un monólogo del segundo, siempre encantado de haberse conocido. «Ahora mismo, nosotros dos somos Churchill», se jactó Felipe comparándose con la clase política actual. Y aunque soltarlo así puede parecer una sobrada, tras escucharlos parecía bastante cierto. Con sus humanos defectos, sus voces sonaron como las de dos estadistas de peso.
Como gobernantes, Felipe y Mariano comparten errores: ambos renunciaron a batallar política y culturalmente contra los nacionalismos disgregadores y los dos fallaron a la hora de atajar la corrupción que florecía bajo sus mocasines. Pero su empaque y patriotismo resultó obvio. De entrada, hablaron bien de su país («es donde mejor se vive del mundo»); una declaración gratificante, pues lo que se estila es pintar nuestra nación como una sima de picaresca y fracaso. Ambos abogaron por el entendimientos entre los dos grandes partidos para contar con un Gobierno estable y condenaron los populismos que están minando la democracia liberal. Como han gobernado, ambos saben que al final lo importante son los garbanzos, por lo que hicieron hincapié en la economía: «Yo era un reformista de mierda, no un revolucionario», soltó sin ambages González. Resultó también entretenido –aunque no sorprendente– constatar que el socialdemócrata parecía Rajoy, mientras el liberal González clamaba por más capital riesgo. Por último, hasta lucieron un gran sentido del humor (no lo esperen de los siempre enfurruñados Sánchez, Rivera o Abascal). En definitiva, allí conversaron dos adultos y quedó flotando una pregunta: ¿Por qué hemos convertido la vida pública española en una picadora de carne, que desdeña el valor de la experiencia para encumbrar a sofistas churumbeles de paupérrima hoja de servicios? Y el que crea que exagero, ahí tiene sus exitazos: cuatro elecciones en cuatro años, y tal vez rumbo a las quintas.