J. M. RUIZ SOROA – EL CORREO (03/09/17)
Si la política de la institucionalidad no nos gusta, porque frustra el ansia de justicia del pueblo, basta convocar al león dormido y convencer a la sociedad que vuelva a ser ella misma la propia ley
Fue el abate Sieyés hace ya dos siglos el que inventó la distinción entre poder constituyente y poder constituido, y lo hizo para poder salir del embrollo trágico en que había entrado la Revolución francesa al proclamar la soberanía nacional. Porque había un problema, vaya que sí: el nuevo titular de aquel poder omnímodo, supremo y absoluto que había inventado Bodino llamándolo soberanía era el pueblo, o la nación toda: no había más ley que su voluntad. Pero los ciudadanos habían hecho la revolución para, precisamente, dejar de ser objeto pasivo del poder y verse protegidos en sus derechos como ser humano y ciudadano ante y frente, precisamente, el poder. Y para eso había que limitarlo mediante reglas. Un poder al mismo tiempo absoluto y limitado, difícil conciliación.
Discurrió nuestro abate, y ciertamente su invento ha tenido larga vida, distinguir dos momentos en la vida del poder. El primero es el poder constituyente, el poder de crear una nueva nación y un nuevo orden jurídico: en ese momento ‘la nation est la loi elle même’, no existen límites a su voluntad terrible. Pero en ese mismo acto de crear, el poder se limita a sí mismo en su operatividad futura mediante las reglas garantistas de la Constitución y se convierte así en un poder constituido, en un poder sometido a las reglas de un Estado de Derecho que ya no lo puede todo, sino solo lo que éstas le permiten. El poder constituyente es entonces algo así como un tótem, la soberanía de los grandes días, del momento fundacional, en cambio el poder constituido es el poder cotidiano de los días normales.
Es probable que no fuera necesaria toda esta parafernalia de entes para explicar por qué los sistemas democráticos son un poder sometido a severas restricciones constitucionales. Seguramente, en esa reconstrucción imaginativa de un poder popular absoluto que un lejano día habría creado la Constitución como y cuando quiso, no había sino una cierta nostalgia de Dios. O, más bien, de la idea de Dios como motor inmóvil del universo físico y social. La idea del poder constituyente estaba calcada sobre la de un dios que habría puesto en marcha el mundo dotándolo de su propia legalidad y que luego se escondió. En realidad, es mucho más sencillo hipotizar que la constitución democrática de un país no es sino el resultado de un proceso histórico de evolución y adaptación conflictivas del sistema de dominación a las necesidades de la autonomía de las personas, que son las reglas del juego al que se ha llegado después de siglos de tanteo y error. Que nadie las había creado porque las reglas de un juego son constitutivas del juego mismo ¿O es que vieron ustedes al omnímodo poder constituyente en 1978 tallando en Madrid las tablas que nos rigen?
Bueno, todo esto tendría un interés meramente intelectual si no fuera porque algunos teóricos de la política, buscando desesperadamente al ‘diosconcepto-imagen-idea’ que les permitiera salirse de la aburrida legalidad democrática y trazar un atajo hacia el paraíso, descubrieron un día la existencia de ese poder constituyente en los viejos textos. ¡Albricias!, pensaron, esta puede ser la palanca para, sin salirse de la democracia, superar la misma democracia. Si la política de la institucionalidad constituida no nos gusta, porque frustra el ansia de justicia del pueblo, porque no permite al ciudadano empoderarse y participar todo lo que su ser cívico le reclama, porque se somete a las constricciones de la economía, y porque…, basta convocar al león dormido. Basta convencer a la sociedad de que de nuevo ha llegado un gran día y que debe revestirse con los ropajes augustos de la iniciativa constituyente pura, que vuelva a ser ella misma la propia ley. No hace mucho que hemos oído esa llamada en las plazas de España, la llamaban ‘iniciativa constituyente’, ¿o nos hemos olvidado tan rápido?
En Bolivia y en Venezuela la oyeron también hace años. Y no sólo crearon nuevas constituciones y nuevos sistemas políticos, sino que institucionalizaron al poder constituyente en sus constituciones. Rizaron el rizo. Y establecieron que ese poder podía ser convocado en cualquier momento para corregir el funcionamiento del sistema constituido y volver a diseñarlo si no funcionaba a gusto de… ¿quién? Pues de los que pueden, claro. Y con ello la cosa dejó de ser un mero juego intelectual y pasó a ser la coartada soi-dissant ‘democrática’ de un degenerado sistema de dominación autoritaria. Si las reglas limitativas nos asfixian, llamamos al pueblo y las cambiamos.
Como teoría era divertida, ingenua y entrañable. Pero si se la deja usted a ciertas mentes, termina en lo que vemos en Venezuela hoy: un esperpento digno de los sueños goyescos de la razón. Eso sí: democrática.