Luis Ventoso-ABC
- Tarde, pero ahí está la justicia estadounidense metiendo mano a Google
Un imperio desde cero. Una hermosa proeza de creatividad. Dos estudiantes de informática comparten cuarto en Stanford, donde preparan su doctorado a mediados de los noventa. Ambos son vástagos de familias judías en las que pululan matemáticos, informáticos y pioneros de la inteligencia artificial. Sergey Brin, hoy la séptima persona más rica, emigró con su familia a EE.UU. desde la URSS a los seis años. Larry Page, ahora décima fortuna planetaria, es hijo de un doctor en informática de la Universidad de Michigan. En 1996 ya han logrado crear un motor de búsqueda casero de sorprendente eficacia, al que llaman BackRub. Dos años después se convertirá en Google, una empresa-milagro de lema bondadoso: «Nuestra misión es organizar la información del mundo y hacer que sea útil y accesible para todos». Problema: Google ha acabado maniatando la benéfica mano invisible que según el gran Adam Smith regulaba los mercados. El sueño ha degenerado. Se han convertido en los dueños únicos de la calle mayor y cada vez acogotan más a quienes quieren instalar tiendas en ella.
Cuando el petróleo era el gran negocio, en el ranking de las diez mayores firmas figuraban varias multinacionales del sector. Existía competencia. En las búsquedas de internet ya no. Solo Google (90% del total mundial). En Estados Unidos el verbo «googlear» es ya sinónimo de búsqueda online. Además, captan un tercio de las ventas digitales y dominan el mercado publicitario en internet, con 135.000 millones de dólares de ingresos anuales.
La utopía de Brin y Page ha derivado en un Gran Hermano. Google, coloso que desde 2015 se llama Alphabet, domina el mercado del vídeo con YouTube; manda en los móviles con Android; diseña nuestro futuro con DeepMind, su división de AI; se lucra en la nube con Google Cloud… Su relación con el fisco es tan legal como elástica, pagando impuestos irrisorios en proporción a sus ingresos. La privacidad de sus usuarios se ve vulnerada. Han arrasado el ecosistema de la prensa, a la que no pagan por sus trabajos. Se resisten a asumir responsabilidades por lo que publican, siendo la mayor plataforma de contenidos. Invierten miles de millones en comprar a todo joven competidor que asoma y en lograr que su motor de búsqueda sea instalado por defecto en los dispositivos. Un fenómeno opresivo, aunque siempre con una sonrisa plácida, oficinas de camiseta y mesita de ping pong y un buenrrollismo que no se corresponde con su mal rollo monopolístico.
Pero resulta que en EE.UU. la democracia y el imperio de la ley todavía existen. El Departamento de Justicia y los fiscales generales de once estados han presentado una demanda contra Google por su monopolio en el mercado de búsquedas y publicidad digital. «La conducta de Google es ilegal bajo los principios tradicionales de competencia y debe ser detenida». El pleito, el mayor por la libre competencia en este siglo, durará años, pero podría concluir con la orden de partir la compañía. ¿Acometerían China o Rusia una acción así para defender los intereses del público frente a sus campeones empresariales? Jamás. La palabra democracia todavía significa algo. Garantiza el oxígeno de la libertad y debemos protegerla.