- La Iglesia está lejos de ser el objetivo de los nuevos revolucionarios (nuevos azañas no hay). No se puede decir lo mismo de la Corona
Meses antes del advenimiento de la Segunda República, Azaña conferenciaba en el Ateneo de Madrid sobre la necesidad de demoler, en un caso, y despojar de cualquier influencia, en el otro, lo que a él le parecían las dos condenas históricas de España: la Corona y la Iglesia. Para entonces, Azaña tenía cincuenta años y acusaba la amargura intelectualizada de quien se siente maltratado por el destino. Su puesto en la Dirección General de Registros y del Notariado, o su presidencia del Ateneo, le sabían a poco a quien, teniéndose en un altísimo concepto como escritor, y siendo Premio Nacional de Literatura, no recibía el respeto ni el éxito que creía merecer. Los que nos acostumbramos a leerle advertimos los destellos aquí y allá; el hallazgo de la rotundidad en el desprecio a casi todos los que le rodeaban. Eso nos hace sonreír. Aunque no habríamos leído una página suya de no haber saltado él a la historia. El fin de la Monarquía española se materializó, como el insoportable hostigamiento a la Iglesia.
Fue más que hostigamiento lo que propició este alumno de los agustinos de El Escorial, marcado por traumas escolares que están escondidas en ‘El jardín de los frailes’, con algunas pistas para que las descifre quien, siendo muy culto, dedique años a estudiar el texto. Lo ha hecho José María Marco. Azaña encarna la pasividad del Gobierno recién nacido ante los primeros incendios de Iglesias, que llegaron en mayo. El tratamiento que deparó (y obtuvo) don Manuel, el orador más eficaz de los primeros años treinta, a las ordenes religiosas llevó a Niceto Alcalá-Zamora a dar por muerta la República en octubre del 31. Él mismo la presidiría hasta mayo del 36. Su reflexión la conocimos muerto Franco. En la guerra, cuando el genocidio de religiosos y de muchos católicos por el hecho de serlo, descubrió el frívolo Azaña la hondura de la tragedia, sus dimensiones, sus horrores. Del 37 y el 38 son sus escritos más conciliadores. Tardó demasiado su Paz, piedad y perdón. (Esa conferencia en el Ayuntamiento de Barcelona la pronunció exactamente dos años después del alzamiento).
Casi nueve decenios más tarde, España no debería tener nada que ver con el pasado al que nos hemos asomado. Las transformaciones en todos los órdenes así lo exigirían. Por eso es de esperar que no se cumplan las leyes del retorno al pasado de quienes lo olvidan. O, lo que es peor, las de quienes creen conocerlo a través de una obligatoria reinvención. No vayan a considerar algunos que la monarquía parlamentaria del 78 es una mera reedición de la Restauración, y que su final está cantado. El caso es que las principales siglas de la izquierda y el nacionalismo periférico siguen vivas, increíblemente orgullosas de un pasado atroz. Es solo la derecha la que ha cambiado. La Iglesia está lejos de ser el objetivo de los nuevos revolucionarios (nuevos azañas no hay). No se puede decir lo mismo de la Corona.