Miquel Escudero-El Correo

En el metro barcelonés es habitual -más ahora en verano- dar aviso a los pasajeros para que protejan sus pertenencias y vayan ojo avizor de los carteristas. Se repite en catalán, español e inglés. ¿Sirve para algo, tiene algún efecto? Eso se quiere. La gente se palpa a sí misma y se asegura de llevar su cartera y su móvil. Pero los vagones suelen ir repletos de foráneos y locales y, a la hora que sea, hay manos extraordinariamente habilidosas para desplumar a incautos y desprevenidos.

Ahora bien, imaginemos que esa voz en ‘off’ nos alertara de la presencia inquietante de individuos de ciertas etnias o nacionalidades. Un señalamiento en función del origen de los pasajeros resultaría intolerable. Serían mensajes xenófobos o racistas, los cuales deshumanizan y desarrollan fobias agresivas. Estimularían a mirar a estas personas como delincuentes consumados. Prejuicios y sospechas que van unidas a sentencias inmediatas, injustas, vulgares, estúpidas.

La paliza que, de forma gratuita, unos tipos le propinaron este mes a un señor de Torre Pacheco (a quince kilómetros de Cartagena y a cuarenta de Torrevieja) ha desatado una cadena de malos instintos. Una ocasión de oro para matones y camorristas, mala gente que saca músculo para montar cacerías humanas. Para estas perversas acciones se desplazaron agitadores de otros países europeos y tomó protagonismo lo peor de cada casa. Es un error hablar de la ideología de esta gentuza. La única que tienen es el afán de linchar y el gusto por la fuerza bruta, válvula de escape de mil frustraciones. Hay que cortar por lo sano sus acometidas y barbaridades, fácilmente contagian una sórdida maldad.