- ¿Está la humanidad condenada a repetir la historia porque sus propios protagonistas nos abocaron a ello? ¿O debe repetirse por fuerza para que tomemos conciencia de que la domesticación de la humanidad ha fracasado?
En un manojo de días hemos pasado del terror nuclear a la desidia de zapear Ucrania en la tele con una caja de palomitas, como hacíamos a principios de los 90 con la guerra del Golfo en la CNN.
Nos lavamos la conciencia como nos lavamos los dientes antes de meternos en la cama, sabiendo que estamos en el bando de los buenos y que con eso basta. Bufamos «¡qué horror!» y «¡menudo cabrón el Putin!» mientras vemos el número diario de muertos antes de pensar en la terraza donde queremos samplear la última pijotada gastronómica para poder subir la foto a las redes, que el espectáculo debe continuar.
Pero todo esto ya ha sucedido antes. El drama moral de un siglo que, casi recién estrenado, se enfrenta al ascenso del totalitarismo en su modalidad gemela nazisoviética y debe luchar para conservar la civilización occidental, ya ha sucedido antes.
Y la tragedia de una epidemia vírica de letalidad extrema, que en un par de años mata a millones de personas en todo el planeta, también ha pasado antes. Oséase, el dos por uno apocalíptico de guerra mundial más pandemia ya estaba en la línea temporal de la humanidad.
Por tanto, ¿hasta qué punto es inane la advertencia del bueno de George Santayana, repetida en España con la machaconería de un loro dopado, advirtiendo de que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla?
¿Hasta qué punto han sido fútiles los intelectuales que han escrito cientos de miles de libros analizando la perversidad sociopolítica del siglo anterior?
¿Hasta qué punto hicieron el ridículo los faux savants que nos mandaban a leer libros sobre ese siglo XX fatídico que ahora se repite, cien años después, con precisión casi matemática?
«La tupida red de desinformación, espionaje y marketing subrepticio del Komintern alcanzó desde Cambridge hasta Hollywood, y al Partido Comunista español»
Entre las agorerías sobre ciclos seculares y las amonestaciones sobre la maldición del desconocimiento, sin embargo, un libro de la década de 1990 cobra ahora interés, dada su perspectiva audaz sobre la propaganda en tiempos de guerra y sobre la manipulación política por parte de los regímenes totalitarios surgidos en el siglo anterior.
Descatalogado en nuestro país, el ensayo circula de segunda mano por internet a precios extravagantes que van desde los cincuenta euros a los quinientos. La versión española salió en 1997 en la editorial Debate y se llama El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales.
En Estados Unidos se había publicado tres años antes, produciendo un revuelo crítico que sorprendió al autor, Stephen Koch, hasta entonces sólo conocido en los pequeños círculos artísticos por un ensayo sobre el cine de Andy Warhol.
En El fin de la inocencia aborda la figura del propagandista soviético alemán Willi Münzenberg (apodado hoy «el Rupert Murdoch marxista»), en torno al cual analiza la tupida red de desinformación, espionaje y marketing subrepticio del Komintern, que alcanzó desde la Universidad de Cambridge hasta Hollywood, pasando por el Frente Popular en Francia y el Partido Comunista español durante la guerra civil.
Al deconstruir la hiperactiva vida de este turbio personaje, que acabaría enredado en su propia telaraña, el autor nos va revelando la laboriosa estructura de engañifas, maniobras de captación, procesos legales trucados, agentes dobles y violencia que atrapó a quienes eran todavía considerados, en los 90 cuando salió el libro, los intelectuales más lúcidos de Occidente, como Ernest Hemingway, André Malraux o Louis Aragon, por citar solo algunos.
«En Europa ha existido una flagrante diferencia entre la memoria del comunismo y la del nazismo»
Reflexionando sobre la furibunda reacción de los intelectuales estadounidenses ante la aparición de su libro, a Stephen Koch le asombró la «histeria partidista» que produjo, tanto en la izquierda como en la derecha. El autor lo atribuía a que El fin de la inocencia era, de hecho, sobre «la raíz de las guerras culturales», asunto tal vez ajeno al gran público hace tres décadas, pero hoy de plena actualidad.
En los análisis actuales de la invasión rusa de Ucrania se menciona con frecuencia la ausencia de un equivalente a los juicios de Nuremberg para el bando comunista global, que parece haberse librado del duro trato aplicado al nazismo.
En La experiencia totalitaria ya denunciaba Tzvetan Todorov hace más de una década que en Europa ha existido una flagrante diferencia entre la memoria del comunismo y la del nazismo.
Por ejemplo, en la década de 1990, el periódico francés Le Monde citó el nazismo 480 veces y el estalinismo tan solo siete.
En estos tiempos turbulentos nuestros, mientras el bando del racionalismo optimista de Steven Pinker nos asegura que el mundo nunca estuvo mejor informado y el bando pesimista recalcitrante de Arturo Pérez-Reverte nos conmina a leer en plan maestro de escuela rural, cabe preguntarse si la humanidad está condenada a repetir la historia porque sus propios protagonistas nos abocaron a ello, o si la historia debe repetirse por fuerza para que tomemos conciencia de que, como decía Peter Sloterdijk, la domesticación de la humanidad ha fracasado y la bestialización cotidiana de nuestra especie siempre estuvo a la vuelta de la esquina.
*** Gabriela Bustelo es escritora y periodista.