Cayetana Álvarez de Toledo-El Mundo

En la Lonja de Barcelona cundía un optimismo de primavera y victoria. Desamparado durante décadas, víctima todavía hoy de una política de intimidación y de violencia, el constitucionalismo catalán se había congregado para oír a su mirlo blanco. En el patio neoclásico, antes del acto, y luego en la penumbra gótica del Salón de la Contratación, las conversaciones iban y venían sobre el mismo eje: «¿Tú crees que aceptará?».

El presunto candidato de Ciudadanos a la alcaldía de Barcelona subió al escenario consciente de la expectación. Lanzó una rosa a la afición en forma de refrán –Ronda el món i torna al Born–, pero evitó tranquilizarla del todo. Probablemente porque él tampoco está tranquilo. A Manuel Valls le preocupan muchas cosas. Las encuestas, felonas: «Que la gente luego tiene que votar, eh». El equipo, incierto: «Necesito 10 personas». Y a Carina Mejías. El amor, todavía tierno: su nueva pareja –que, por cierto, habla un suave español de ultramar– es portavoz del partido de Macron en la Asamblea Nacional y no quiere abandonar la scène ni la Seine. Y, por supuesto, las críticas: Valls, turista político. Ahí está, esperando que cualquier Collboni lo recicle, el lema que sepultó los sueños presidenciales de Michael Ignatieff: Just visiting.

Mientras Valls declamaba en catalán con énfasis francés, yo iba pensando en las evidentes ventajas y virtudes de su candidatura. Enumerándolas en mi cabeza como un argumentario de campaña.

1. Sería la prueba de que las antiguas fronteras ideológicas han caducado y de que los fundadores de Ciudadanos tuvieron más razón que sus herederos: ni socialdemócratas ni liberales; simplemente correctos. Civilizados contra el tribalismo y la reacción. A Valls podría votarlo tanto Félix Ovejero –intelectual de izquierdas, gran amigo, sentado en aquel momento a mi lado–, como cualquier pija rubia de derechas que haya sido militante o incluso diputada del Partido Popular.

2. Sería la constatación de que tampoco existen las fronteras morales. Esto se comprobó hace 80 años, cuando el general Eisenhower mandó a sus soldados a morir y matar en Normandía: «Ok, let’s go». Pero algunos lo han olvidado. Barcelona es la zona cero del nacional-populismo mundial. Más que Washington, con su demente a cuestas. En sus instituciones y en sus calles se libra la contienda crucial de nuestro tiempo. El candidato Valls encarnaría la nueva política europea. Envés y antídoto del obtuso y rancio tribunal alemán. Evidencia física de que el proceso separatista no es «un asunto interno» de Cataluña. Ni siquiera de España.

3. Sería una lección para la izquierda española de Zapatero en adelante y en picado, de que las políticas identitarias son socialmente disolventes y electoralmente letales. Esto me ha quedado ingenuo: Pedro Sánchez ha decidido apoyar el reconocimiento del bable como lengua cooficial. No hay más preguntas, señoría. Ni más esperanza.

4. Sería un indicio de que Barcelona no está condenada a la decadencia. Es decir, a la ignorancia, el sectarismo, el empobrecimiento y la fealdad. Gestos y gestas recientes de la alcaldesa Colau: convertir una manifestación contra una masacre terrorista en un aquelarre contra una nación democrática; derribar la estatua del mayor empresario, mecenas y filántropo de la historia de Cataluña; torpedear la Feria que más dinero y foco internacional aporta a la ciudad; llamar facha a un héroe de la guerra de Cuba; y –lean a Juan Abreu– no tener la más remota idea de quién fue Cambó. Y luego dicen que a Valls le faltan conocimientos. Currículum, dijo el currito Errejón.

5. Sería la vuelta del orden a un territorio en proceso acelerado de selvatización. Y ya no me refiero solo a Cataluña. Las primeras declaraciones de Colau como alcaldesa recogen y anticipan el hundimiento provocado por el separatismo, y también el enfrentamiento, a menudo histérico, entre una parte de la sociedad española y el Derecho. «Desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas», dijo nada más llegar a la alcaldía. A leyes añadan sentencias y ahora todos de cabeza contra los tribunales en nombre de un espectral, inasible y este sí por definición intimidatorio «veredicto social». Ah, y sigan acusando a Valls de autoritarismo. La autoridad acabará siendo, como lo es hoy para Macron, su principal baza electoral.

La candidatura de Valls podría convertir a Barcelona en La Ciudad que Fue (©Losantos) antes de degenerar en el Titánic (©Azúa). Eso piensa el propio mirlo blanco. Y aquí es donde quizás se equivoque.

He escuchado con atención los discursos españoles de Valls. Tanto el de la Lonja como el que pronunció en la última manifestación de Sociedad Civil Catalana. Su antinacionalismo es vibrante. Sin embargo, bajo los titulares de un demócrata en combate, asoman referencias a la «identidad catalana» como algo concreto. Y sobre todo una visión romántica de Cataluña, que no sólo carece de cualquier asidero político o cultural en el paisaje devastado por el Proceso, sino que ha contribuido a esa devastación. Por decirlo bruscamente, a modo de sumario, Valls confunde la aclaración de su origen catalán con la reivindicación del catalanismo. Me pregunto por qué lo hace. Quizá por melancolía biográfica: la figura del padre, el sol de la infancia, el mundo del arte y del ayer. Tal vez cree que así se blinda de los ataques xenófobos, lo que sí denotaría un grave desconocimiento del medio. Y seguramente siga el consejo de las élites barcelonesas. Esa gente que apoya su candidatura con entusiasmo por lógico horror a Colau y que se caracteriza por su formidable capacidad para hacer pasar la cobardía propia por la ausencia de convicción colectiva.

Incluso Sociedad Civil Catalana ha hecho de la palabra seny su bandera. ¡El seny!, la gran coartada del nacionalismo. No fue a gritos sino envuelto en el seny como Pujol socavó las bases de la convivencia en Cataluña. Como impuso un modelo educativo y lingüístico incompatible con la libertad. Como convirtió los medios públicos en ejércitos de choque. Como impuso una estrategia de intimidación que derivó prontísimo –no ahora– en escraches, marginación y violencia. Valls debe saber que los dos millones de catalanes que salieron a la calle el 8 de octubre de 2017 no lo hicieron por la recuperación del seny, sino contra la traición del catalanismo. Y aquí incrusto otro sumario: no es que el catalanismo fuera traicionado, es que el catalanismo traicionó a su ciudadanía. Lo ha hecho ahora: el catalanismo es al nacionalismo lo que el nacionalismo al separatismo y el huevo a la serpiente. Y lo hizo en los años 30 del siglo pasado. Hasta el punto de que un catalanista tendría que asumir hoy la insoportable paradoja de la implicación de su corriente reivindicativa y sentimental en dos golpes de Estado. Cambó, ¡contra Catalunya! Y si no me creen a mí –otra gabacha y además medio porteña– al menos lean a Boadella: «Cambó representa el fracaso del catalanismo en el plano político. Significa la imposibilidad de controlar una política sentimental más allá de aspectos puramente folclóricos. Su partido regionalista se escindió y derivó en la división y el enfrentamiento entre catalanes. Las masas acabaron gritando: ¡Visca Macià! Mori Cambó! En la etapa final de su vida y ante el desastre que llevó a la guerra civil, Cambó acabó tomando partido por Franco y contra la revolución. Este fracaso debería servir como gran lección a las nuevas generaciones para no alentar políticas identitarias. Son caminos que acaban afectando a la libertad y la igualdad entre ciudadanos y por consecuencia, causando graves estragos a la convivencia democrática entre españoles».

Y entre europeos.

Quizá sí convendría que Valls repasara este capítulo de la Historia antes de aceptar la candidatura a la alcaldía de Barcelona. Colau no puede. Repasar no es estudiar sino volver a hacerlo.