EL MUNDO 12/11/13
ALFONSO PINILLA GARCÍA
Desde que el Tribunal de Estrasburgo derogó la doctrina Parot, casi todos los viernes se escenifica en España la palmaria demostración de nuestro craso error. El pasado 8 de noviembre, la Audiencia Nacional decidió, por exigua mayoría, excarcelar a nueve etarras, a nueve asesinos múltiples cuya sola presencia en la calle asquea tanto como asusta.
Con Zapatero en el gobierno comenzó el proceso y con Rajoy continúa, lo cual nos corrobora que este bipartidismo restauracional y canovasagasista discute en el escenario mientras se abraza entre bambalinas.
El gran error del anterior ejecutivo socialista fue apostar por la integración de ETA en el sistema sin haber exigido, previamente, su disolución. Cualquier democracia con mayúsculas, cualquier Estado de Derecho con verdaderos galones, habría optado por el camino inverso: primero disolución y, sólo después, posible apertura de un diálogo tan cauto como sereno con quienes desprecien en público y en privado la violencia. Pero no, afectado de la posmodernidad que alumbra ese pensamiento débil donde valen lo mismo ocho que 80, el gobierno socialista se invistió de aprendiz de brujo y quiso trazar atajos –esta vez, afortunadamente, sin el desvarío ético y antidemocrático de los GAL– en vez de apostar por el camino más directo, diáfano y eficaz: ante los delincuentes la ley, sólo la ley, nada más que la ley.
Y es que cualquier negociación política es imposible sin la disolución evidente, y confirmada, de la banda terrorista. Sólo cuando ésta se hubiera confirmado, aquella podría haberse explorado, pues si las ideas empiezan a apoyarse en argumentos y palabras en vez de en pistolas y bombas, el delicado andamiaje de la convivencia puede surgir de las cenizas del horror.
Es evidente que hay un conflicto político-identitario en el País Vasco, como es evidente que existe en Cataluña, pero la regulación civilizada de los conflictos políticos sólo cabe en la tribuna de las Cortes. Si no, nada hay que hablar con quien esgrime la sangre de otros como argumento arrojadizo. Cuando ETA prefirió el camino de las armas quedó deslegitimada como interlocutor político. Por eso se han confundido todos los gobiernos que, con la mejor de las intenciones quizá, pero cometiendo el mayor de los errores también, han visto bajo una chapela y una capucha al representante de un pueblo con quien podía intercambiarse cromos de autogobierno y otros «encajes periféricos». No, bajo estos ropajes anacrónicos sólo hay un delincuente que mata y, como tal, hay que tratarlo.
Al burlar este axioma empezamos a perder la batalla de la legitimidad, de la credibilidad de un relato que ya empiezan a escribir otros, aquellos que sólo se han quitado la capucha para guardarla, por si acaso, en el bolsillo del terno de alcalde, diputado o concejal.
El gobierno de Rajoy ha asumido el proceso, permitiendo la integración de ETA en el sistema sin que la banda se haya disuelto aún. Y mientras la memoria de las víctimas se va perdiendo, sólo cabe luchar por la escritura veraz y rigurosa de una historia que muchos quieren silenciar. Hay fuentes para desarrollar ese relato. Ahí está el libro de Ángeles Escrivá, con las oprobiosas actas de la banda, para indagar en la historia reciente, y creciente, de esta ignominia.
Sólo hay que tirar del hilo y denunciar a los olvidadores, aquellos que desde algunos medios de comunicación y algunas tribunas políticas imponen silencio sobre lo ocurrido y miran hacia otro lado. Mario Benedetti escribió que los «olvidadizos» son simpáticos y nada peligrosos. Son despistados, olvidan sin querer, lo hacen sin intención. Pero ¡qué peligrosos son los olvidadores!, los que llenan de hueco y vacío el mosaico de la memoria. Son aquellos que eliminan parcelas del ayer con plena consciencia de su sistemático borrado, los que mueven el poliedro de la memoria colectiva con la mano de la actualidad, enseñando aquella cara que más interesa en cada momento. Son, en fin, los protagonistas del 1984 orwelliano, donde «el que controla el pasado controla el futuro, y el que controla el presente controla el pasado».
Esos olvidadores falsean la historia, ofreciendo parciales versiones y visiones de la misma, construyendo ad hoc relatos auto-legitimadores. Pero, aunque peligrosos, tienen un talón de Aquiles. Benedetti vuelve a resumírnoslo con una frase: «cuando por la mañana me levanto y me digo quiero olvidarte, lo único que estoy haciendo es acordarme de ti».
Aquellos medios de comunicación y poderes fácticos que aplican el olvido sistemático sobre las víctimas fracasan, porque el olvido, cuando es consciente e impuesto, está lleno de memoria. Quieren pasar por olvidadizos, pero no son más que aviesos olvidadores. Y en esa contradicción se halla, quizá, la única esperanza que le queda a quien se atreva a escribir esta historia.
Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.