ABC 19/05/13
JON JUARISTI
La táctica abertzale de resistencia no violenta supone una continuidad de la estrategia totalitaria de ETA
PARA la imaginación abertzale, Ondárroa viene a ser como el frasco de las quintaesencias del nacionalismo. La historia no justifica tal prestigio. Tampoco la literatura. Posiblemente, Ondárroa está detrás del nombre ficticio de Elguea, que Pío Baroja dio a uno de los pueblos vascos de sus novelas de corsarios y negreros. Pero la Ondárroa del XIX no fue cuna de hombres de acción como el capitán Chimista, sino un encantador pueblo de pescadores sumido en la murria. La gran novela sobre Ondárroa es Kresala («El salitre»), de 1906, del sacerdote ondarrés Domingo Aguirre, coetáneo de Unamuno y carlista hasta las cachas. Imitador de José María de Pereda, Aguirre desplegó una visión idílica del País Vasco en sus dos novelas eusquéricas, Kresala –la novela del mar–, y Garoa («El helecho»), la de la montaña.
Quizá convenga recordar algunos hechos: en los años finales del franquismo y primeros de la Transición, Ondárroa se convirtió en una expresión singular del desgarramiento interno de la sociedad vasca que la irrupción de ETA trajo consigo. En 1969, un consejo de guerra dictó la primera condena a muerte contra un etarra: Andoni Arrizabalaga, de Ondárroa. La pena fue conmutada por la de cadena perpetua y Arrizabalaga salió libre con la amnistía de 1977. De mito viviente del abertzalismo, pasó en pocos años al repudio, porque, como otros etarras de su generación, Arrizabalaga se distanció del nacionalismo. No fue el caso de otro etarra ondarrés, Francisco Aldanondo, último beneficiario de la misma amnistía, que se reincorporó al terrorismo en cuanto salió de la cárcel y fue abatido por la Guardia Civil en un enfrentamiento armado, dos años después.
Pero la más olvidada de las muertes violentas de esos años es la de José María Arrizabalaga, un carlista de 27 años, hermano del alcalde de Ondárroa, acribillado a tiros en la biblioteca municipal de dicha localidad, donde trabajaba, en 1978. Al asesinar a este otro Arrizabalaga, ETA puso en marcha –con bastante eficacia– un experimento de limpieza ideológica, porque Ondárroa era uno de los enclaves del carlismo vizcaíno. Los carlistas ondarreses que se resistieron a mimetizarse en el nacionalismo rampante, tuvieron que esconderse en un aterrado exilio interior o marcharse del pueblo.
Hoy Ondárroa es Bildustán, parte de ese amplio espacio vasco donde la nueva estrategia desarmada de ETA ha triunfado por completo. Un pueblo sometido por completo a la chulería abertzale y sustraído a la democracia. La trabajosa y grotesca detención de la etarra Urtza Alcorta, esta última semana, en la que la Ertzantza ha invertido más tiempo y efectivos que los americanos para la eliminación de Bin Laden, confirma la elección de Ondárroa como centro simbólico del territorio talibán, donde las batallas contra el Estado resultarán siempre rentables. El éxito de las estrategias de los nacionalismos totalitarios se manifiesta siempre en el plano de la larga duración, y ahí vale todo: las tácticas de la no violencia pueden ser tan eficaces o más que la «lucha armada» en el proceso de la guerra infinita. La dirigente abertzale Laura Mintegui, que, escudándose en su condición de diputada autonómica, ha dirigido a pie de obra todo el tinglado de la resistencia a la detención de Alcorta, lo sabe muy bien. Y si esta vez no ha podido hacer de la fantochada de Ondárroa una contrafigura de la rebelión de Ermua contra ETA, no ha sido por falta de astucia. Le ha bastado mucho menos para demostrar ante las cámaras que ETA no ha sido derrotada y de que Ondárroa es más suya que de nadie. Una zona conquistada donde la legalidad sólo obtiene, como esta vez, victorias pírricas.