En el asunto de las filtraciones, la cuestión no es si debe existir y cuán grande debe ser ese necesario espacio de discreción que precisa el ejercicio del poder, sino a quién corresponde definirlo y delimitarlo. Y no parece lógico que la respuesta favorezca a alguno de los más directamente interesados: políticos o periodistas.
La publicación de las filtraciones que Wikileaks ha facilitado a un selecto grupo de periódicos ha puesto en manos de la opinión pública la llave para acceder a un inmenso volumen de deliberaciones y decisiones que el Gobierno de Estados Unidos habría querido mantener a resguardo de la ciudadanía. Se han desvelado también prácticas políticas que, bien por su carácter delictivo, bien por su índole reservada, otros varios ejecutivos que se han visto implicados habrían preferido ocultar bajo el velo del secreto.
No puede negarse que la reacción primera de gran parte de los ciudadanos ha sido, como no podía ser de otro modo, la de un indescriptible regocijo por poder adentrarse en algunos de los más oscuros recovecos que el poder le había tenido hasta el momento vetados. Ahora bien, esta natural explosión de gozo no ha permitido que se aborde un auténtico debate ni que se dé una respuesta razonada a las preguntas que este tipo de revelaciones suscita en torno a la opacidad o transparencia con que los gestores de la cosa pública deben ejercer sus funciones.
En vez de ofrecer esa respuesta razonada, o de intentar siquiera formular las preguntas pertinentes, la opinión pública se ha decantado por una de las dos siguientes reacciones. La primera, la del desinterés y el desprecio. Los que se han apuntado a esta postura, por motivos, en algunos casos, más de rivalidad profesional que de sincero escepticismo, han adoptado la pose de desdeñar lo revelado, bien por ya conocido, bien por superficial y chismoso. Pero, aunque tengan razón en decir que lo que se ha publicado concuerda en líneas generales con lo que todo el mundo había sospechado o en que contiene algunas dosis de chismorreo de salón, no aprecian en su auténtica medida lo que valen la confirmación de los hechos por sus propios autores y la observación directa de los métodos que el poder emplea para alcanzar sus objetivos.
La otra reacción, igualmente primaria y simplista, es la del entusiasmo sin reservas. Los que han adoptado esta actitud consideran que el haber dejado al poder desnudo a los ojos de la opinión pública constituye un bien supremo que contrarresta cualquier otro efecto perverso que de tal desnudez pudiera derivarse. Se mezclan en este grupo de entusiastas gente de toda índole: desde demócratas ingenuos y bienintencionados, que aspiran a ver depurado de toda tacha el ejercicio del poder político, hasta ácratas antisistema, que están convencidos de que cualquier cosa es mejor que el statu quo existente.
Sin embargo, si no fuera por el temor que de ordinario se siente a ser tachado de excesivamente condescendiente con el poder y sus abusos, podría haber surgido un tercer grupo de ciudadanos que, en vez de desprecio o entusiasmo, habría podido expresar, ante el manejo que está viendo hacerse de las filtraciones, sentimientos de inquietud y preocupación. Hay, en efecto, un sector de la ciudadanía, para algunos quizá demasiado pusilánime, que piensa que entre la opacidad total y la transparencia absoluta debería darse un espacio convenido y tolerado de discreción, en el que el poder político pudiera ejercer, de manera eficaz, su función de gobernar y la opinión pública su derecho a controlarlo.
A este ciudadano, demócrata como el que más, no le es ajeno el principio de que la transparencia es una nota irrenunciable de cualquier poder que se ejerce en representación del pueblo. Sabe que, no en vano, esta cuestión sólo se plantea en los regímenes democráticos. Pero su experiencia le dice también que la transparencia absoluta, la visibilidad total, resulta a veces incompatible con el ejercicio práctico de la política. Lo mismo que ocurre en cualquier otro orden de la vida en sociedad. Si toda ella se desarrollara bajo los focos de la opinión publica, la actividad política quedaría de pronto paralizada, toda vez que precisa de un cierto espacio de discreción para poder desarrollarse. Sólo en ese espacio pueden combinarse tres de las virtudes que a la política le resultan imprescindibles: la sinceridad, la confianza y la complicidad.
No hace falta recurrir al temible concepto de la ‘razón de Estado’ para admitir que el sistema democrático se ha dotado de instituciones que apelan a la discreción como parte de su esencia. Las de los confidentes en la Policía, los testigos protegidos en la Justicia, las materias reservadas o secretos oficiales en las cámaras legislativas y las reuniones a puerta cerrada en cualquiera de los ámbitos son sólo unos cuantos ejemplos. Hasta los ministros juran o prometen ante la opinión pública respetar el secreto de las deliberaciones que tienen lugar en el Consejo de Gobierno. Y, por si fuera poco, los mismos periodistas, que son quienes más celosamente luchan por frenar la tendencia hacia la opacidad de los que ejercen el poder, respetan su propia institución del ‘off the record’ e incluso defienden a capa y espada su derecho a no revelar sus fuentes.
La cuestión en todo esto no está siendo, pues si debe existir, y cuán grande debe ser, ese necesario espacio de discreción que precisa el ejercicio del poder, sino a quién corresponde definirlo y delimitarlo. Y no parece lógico, al menos en principio, que la respuesta favorezca a alguno de los más directamente interesados: políticos o periodistas.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 12/12/2010