Ignacio Varela-El Confidencial

Finalmente, lo que se esperaba para el otoño llegó en pleno verano. Se entró en el estado de alarma con trote cochinero y se salió de él a galope tendido, cuando debió procederse al revés

Llegó el momento más temido. Durante este fin de semana, millones de españoles se desplazarán por el territorio nacional, muchos para iniciar sus vacaciones y otros para regresar de ellas. La mayoría transitará por varias comunidades autónomas con situaciones sanitarias dispares. Habrá quienes viajen de lugares de alto riesgo (Cataluña, Madrid, Aragón) a otros en mejor situación (Baleares y Canarias, Comunidad Valenciana, Andalucía, Galicia), con el consiguiente peligro de exportación de infecciones. Todo ello en plena escalada en las cifras de contagios. No se conoce que exista nada parecido a un plan de contingencia del Gobierno para controlar una coyuntura excepcionalmente peligrosa.

Finalmente, lo que se esperaba para el otoño llegó en pleno verano. Se entró en el estado de alarma con trote cochinero y se salió de él a galope tendido, cuando debió procederse exactamente al revés. Se dio por hecho que el virus respetaría la tregua vacacional y se descuidaron todas las acciones preventivas. Se desnutrieron las plantillas de los centros sanitarios. Se trasladó toda la responsabilidad a los gobiernos autonómicos, que carecen de facultades para hacer cosas como cerrar el territorio o confinar a la población. Se precipitó un final abrupto del estado de alarma por razones más políticas que sanitarias, y se hizo dejándolo todo prendido con alfileres: una cantidad ridícula de pruebas realizadas y de rastreadores, miles de contagiados asintomáticos circulando por el país, los aeropuertos desatendidos… y en medio de un caos estadístico escandaloso.

Si las cuatro asignaturas básicas en la gestión de una epidemia son detectar, medir, rastrear y aislar, puede decirse que España ha suspendido el curso completo. Ocurrió en la primera oleada y se repite en la segunda. Se arriesgó en salud por salvar el verano y se están perdiendo ambas cosas, la salud y el verano. El mes de agosto, que se esperaba placentero, se ha convertido en un momento crucial.

El presidente del Gobierno sentó las bases del desmadre actual con una frase insensata que jamás debió pronunciar: “Hemos derrotado al virus”. Cuando alguien con esa responsabilidad afirma algo parecido, pueden suceder dos cosas: que no lo crean, lo que sería malo. O que lo crean y actúen en consecuencia, lo que resulta mucho peor si la frase es conscientemente engañosa.

Ahora se señala a los ciudadanos como culpables de los rebrotes. Es cierto que en la sociedad hay algunas conductas inaceptables. Pero nadie puede extrañarse de que, tras varios meses de encierro, la gente salga de estampida cuando la máxima dirección política del país declara vencido al virus y jalea al personal para que disfrute sin tasa de sus vacaciones. Si Pedro Sánchez no hubiera logrado el raro privilegio de que se asuma con naturalidad que sus palabras no valen un real de plata vieja, una frase como esa costaría una carrera política. Él es el primer responsable de la precipitación de los rebrotes.

Con todo, quizá el aspecto más preocupante en la gestión de esta crisis es el escandaloso fracaso estadístico que la lastra desde su inicio hasta el día de hoy. Nunca se ha podido conocer la situación real de la pandemia, y así seguimos. En la colección de récords negativos que posee España, destaca la confusión, opacidad y manipulación de los datos por parte de los poderes públicos (de todos ellos). Es sabido que la epidemiología es mitad medicina y mitad estadística. Sin datos fiables, no es posible combatir una pandemia con eficacia.

Se alteraron a la baja las defunciones. El número real de personas contagiadas siempre fue un arcano. Se produjeron cambios constantes en los métodos de conteo, aplicándose además criterios distintos en cada territorio. No hay forma de que los datos de las comunidades autónomas cuadren con los nacionales. Se produce la situación absurda de que dos organismos oficiales (el Instituto de Salud Carlos III y el Instituto Nacional de Estadística) desmientan en sus estimaciones al propio Gobierno del que dependen. Se han violado de forma contumaz varias leyes, entre ellas la de Transparencia.

Varios países europeos –singularmente, el Reino Unido y Francia- practican una suerte de proteccionismo turístico, buscando que este año sus ciudadanos sustituyan Mallorca por Brighton o las playas catalanas por Biarritz o la Costa Azul. Pero tienen una buena coartada: en el momento actual, no se puede conocer la verdadera situación de la epidemia en España. De hecho, Italia, otro gran receptor de turismo internacional, no sufre las mismas restricciones. Ellos lo hicieron muy mal al principio, pero muy bien ahora.

Kiko Llaneras, junto a otros, realiza un trabajo impagable con su análisis crítico de los datos y su bien documentada denuncia de las anomalías. Pero el esfuerzo de algunas personas no puede sustituir la mezcla de incuria y sectarismo con que el poder político trata las estadísticas oficiales.

España carece desde hace mucho tiempo del sistema estadístico nacional que corresponde a la cuarta economía de la Unión Europa. Si la eficiencia de un Estado moderno depende en buena medida de la calidad de sus estadísticas, en eso acumulamos un retraso sideral.

Uno de los motivos –no el único- es la patrimonialización política por parte de los gobiernos autonómicos de las estadísticas que controlan. Los dirigentes territoriales las tratan como su cortijo, se sientan sobre los datos y los suministran de forma rácana y deliberadamente borrosa, con el consentimiento del poder central. Parecen pensar que una transmisión transparente y leal de los datos equivale a una pérdida de poder, o que la información estadística les pertenece a ellos y no a la sociedad. El resultado es que los organismos de ámbito nacional son incapaces de ofrecer datos agregados y uniformemente elaborados para todo el país. La primera víctima es la posibilidad de planificar buenas políticas públicas. Es un síntoma más de la confusión entre descentralización y centrifugación que contamina nuestro modelo territorial.

Repito: agosto es decisivo. Lo que suceda con esta pandemia en otoño depende en gran medida de lo que se haga en los próximos días. El Ministerio de Sanidad tiene que hacerse presente de inmediato. No se puede seguir esperando cínicamente a que las comunidades autónomas, desbordadas por la situación, supliquen la intervención del Gobierno.

Ya sabemos que aquel fantasmal comité de expertos que presuntamente asesoraba al Gobierno era un fraude, un mero parapeto discursivo. Pero las personas de mayor experiencia en la gestión sanitaria reclaman que realmente exista un comité de expertos de ámbito nacional, conocido y aceptado por todas las partes, que establezca criterios válidos y científicamente respetables sobre la gestión de la pandemia.

Si llegar tarde la primera vez fue gravísimo, repetir el error resultará imperdonable. Por desgracia, ya está sucediendo.