JORGE BUSTOS-EL MUNDO
De vez en cuando conviene decirle la verdad a la gente, y perdonen ustedes este arranque populista impropio de mí. Pero hoy pujaré por una plaza mediática en la petada convocatoria nacional de tribunos de la plebe. Porque la monumental farsa que empezó con unos ropones lavando en público sus sucias puñetas y acaba con un decretazo sanchista –es decir, sin escrúpulos– en el BOE merece que alguien la desnude, al menos por la vergüenza que puedan pasar, si es que la tienen.
La crisis de las hipotecas no la han resuelto ni la banca ni los jueces ni los diputados de Gobierno o de oposición ni nuestro Kennedy comprado en los chinos, sino una tácita concertación de las voluntades e intereses de todos ellos en las tres semanas que duró la insólita prórroga de la decisión final. Cuando Carlos Lesmes, el abad del convento que decidió cargarse dentro, salió después de poner el huevo de la discordia y emplazó a los diputados –«Las Cortes tienen una magnífica ocasión para clarificar el asunto»–, quedó clara al fin no solo la doctrina hipotecaria del Supremo sino el salomónico enjuague que la había parido. Una típica operación de Estado made in lo peor del 78 por el cual los tres poderes se distribuyen las responsabilidades bajo la atenta mirada del cuarto, que no es la prensa –ay de mí– sino la banca. El Judicial le saca al Ejecutivo las castañas tributarias del fuego electoral a cambio de que el Ejecutivo obligue al Legislativo a convalidar un decreto desinflamatorio que con una mano aparta la retroactividad de las pesadillas bancarias y con la otra relaja el ceño de la gente, oportunamente fruncido por Podemos, que no es sino otro poder del Estado: comparte con la Liga la función vital del desahogo popular. Los bancos recobran la salud bursátil, los tribunales esquivan la amenaza de colapso, los barones siguen repartiendo viruta preelectoral y el presidente se hace un selfi con arco y calzas verdes en el bosque de Sherwood. Todos contentos.
¿Todos? Aparte de Montesquieu, al españolito que llevaba días reservando mentalmente unos miles de euros para el dentista de la niña se le ha quedado cara de Lopetegui. Tenía derecho a practicar el cuento de la lechera porque su más alto tribunal se lo había concedido. Y cuando alguna oscura inteligencia calculó los efectos y dio la alerta, el Estado activó el control de daños. Ojo, reconozco que el arbitrario remedio quizá haya sido mejor que el seguro quilombo. Ojalá el Brexit pudiera arreglarse así. El problema es que algunos tenemos que seguir defendiendo la democracia española contra quienes gritan a diario que ni es democracia ni son españoles. Y no nos lo ponen fácil. Por eso a veces tenemos que parecer populistas para que no nos tomen por gilipollas.