Los ciudadanos que estos días expresan su indignación, curiosamente, reclaman lo mismo que los ciudadanos de los países árabes: más democracia. Ellos, no tenían; nosotros, la tenemos, pero con señales manifiestas de deterioro y de alejamiento de la ciudadanía. Se pide reanimar la democracia en beneficio de los ciudadanos.
Una vez el malestar se ha hecho indignación, ya solo falta lo más difícil: transformar este sentimiento en una política. Hay quien pretende que esto es imposible, que la indignación no hace política, con lo cual solo genera frustración. La historia está llena de ejemplos que confirman que esto no es cierto: ¿Qué habría sido de los derechos civiles de los negros americanos sin las movilizaciones de los 60? ¿Qué habría pasado en los sistemas de tipo soviético sin la digna irritación que puso a tantos ciudadanos en la calle? O, sin ir tan lejos, las tropas españolas todavía estarían en Irak si la gente no hubiese protestado. Indignación ha sido muchas veces el paso previo a un cambio o transformación política. Lo hemos visto recientemente en los países árabes: el destino final de las revueltas es incierto, pero lo que es innegable es que la indignación ha tenido consecuencias políticas.
Por fin, después de tres años de crisis, han emergido las primeras expresiones de indignación en la sociedad española. No era comprensible que el malestar estuviera tan contenido en una situación potencialmente tan explosiva: 20% de trabajadores en paro; 43% si nos ceñimos a la población juvenil. Se estaba tirando a toda una generación por la borda -con las terribles consecuencias de futuro que eso tiene para el país- y aquí no se movía nadie. Han circulado diversos argumentos para explicar esta atonía: la renta per cápita es todavía suficiente para que las clases medias y parte de las populares puedan proteger a sus hijos; el miedo es muy grande en una sociedad en la que, sin horizontes de futuro, la gente teme perder lo que tiene; el bienestar de estos últimos años ha generado un cambio cultural hacia posiciones más conservadoras; el discurso de la crisis y de los ajustes ha calado y la gente lo acepta con resignación. Podríamos añadir otra explicación: el énfasis de Zapatero en la prioridad a las políticas sociales durante los dos primeros años de la crisis fue un antídoto a la conflictividad. Pero todo se vino abajo cuando Zapatero, bajo la presión de los mercados, dio el gran giro hace un año, coincidiendo además con el momento en que la crisis llegaba ya directamente al bolsillo de los ciudadanos. Allí el presidente se desplomó irremisiblemente en las encuestas y el malestar entró en ebullición hasta emerger ahora, en forma de movilización social.
Está por ver el calado de unas movidas que solo acaban de empezar. Razones para la indignación hay muchas. Viendo a Mariano Rajoy aplaudir, el lunes, al mallorquín Balza por haber hecho limpieza de corruptos en el PP de las islas y jalear, el martes, al imputado Camps en Valencia, que ha llenado las listas de sospechosos, es difícil no sentir irritación. Por una vez, el mensaje de Rajoy ha sido nítido: me da igual que sean legales o corruptos, lo único que importa es que sean del PP. Estos comportamientos son los que desprestigian la democracia. Y lo grave es que una parte de la sociedad parece dispuesta a validarlos, votando a los corruptos.
Las desigualdades han crecido de forma exponencial, poniendo en riesgo el óptimo de desigualdad, a partir del cual aparece la amenaza de fractura. En la pugna entre poder económico y poder político siempre ha llevado ventaja el primero, pero en esta crisis la sumisión de la política ha sido tan grande, que es muy difícil verla como un contrapeso en favor del interés general. Si añadimos una política de consagración legal de los privilegios y el impudor del poder financiero, buscando la socialización de las pérdidas al tiempo que se reparte obscenamente los beneficios, la irritación tiene fundamento. El Gobierno ha perdido la capacidad de conectar con el malestar social. La oposición se ha limitado a la estrategia del cuanto peor, mejor, es decir ha apostado por el poder, no por los ciudadanos. El bipartidismo -propio de los países con mayor desigualdad social- limita peligrosamente las opciones de los ciudadanos. Es lógico que la ciudadanía no se sienta reconocida y cunda la idea de que la democracia está secuestrada.
Los ciudadanos que estos días expresan su indignación, curiosamente, reclaman lo mismo que los ciudadanos de los países árabes: más democracia. Ellos, no tenían; nosotros, la tenemos, pero con señales manifiestas de deterioro y de alejamiento de la ciudadanía. Lo que se pide es reanimar la democracia en beneficio de los ciudadanos. Algo más que votar cada cuatro años.
Josep Ramoneda, EL PAÍS, 19/5/2011