El nacionalismo es un viejo conocido en Europa y una degeneración ideológica del patriotismo altamente volátil, capaz de unir pueblos, sí, pero también de degradarlos. En Cataluña, durante la Transición, pareció surgir como un impulso integrador, pero hoy nos encontramos ante un movimiento que pone en riesgo la convivencia y frena el desarrollo económico por haberse transformado en una máquina independentista. Un secesionismo que usa y abusa de las instituciones democráticas de las que nos hemos dotado los españoles para alcanzar sus objetivos, que sabe camuflarse debidamente para pasar desapercibido aunque va haciendo camino esperando el momento oportuno para actuar y que muestra su verdadera esencia a medida que va controlando los recursos públicos e imponiendo su relato sociopolítico en el imaginario colectivo.
El último ejemplo de esto lo hemos visto hace solo unos días con la aprobación en el Parlamento de Cataluña de una resolución que directa y contundentemente plantea la secesión unilateralmente sin hacer caso al Tribunal Constitucional, que había advertido previamente de que la propuesta a votar en la Cámara autonómica era ilegal. Los nacionalistas avanzan hasta donde les dejamos los demócratas y utilizan las instituciones a su gusto y beneficio. Esta votación parlamentaria (en base a una resolución anulada por el Tribunal Constitucional) es la muestra de degeneración política a la que nos enfrentamos. Los partidos nacionalistas son unos irresponsables por poner en marcha un auténtico régimen totalitario para gobernar Cataluña, pervierten la democracia y atentan contra la legalidad democrática y el Estado de Derecho. Esta situación que se da en Cataluña no es un problema que se circunscribe a esta Comunidad; lo que estamos viviendo es un gravísimo problema para el conjunto de los españoles, para las instituciones democráticas del Estado y para España.
Si hacemos un ejercicio diacrónico vemos que la evolución del esquema mental nacionalista responde a esa metamorfosis instrumental. Hemos pasado de una aparente y bienintencionada narrativa nacionalista integradora e inclusiva de los primeros años del llamado pujolismo a una utilización perversa de todas las herramientas a su alcance para poder llevar a cabo un proyecto de raíz irracional que pretende homogeneizar la sociedad catalana y monopolizar todos los ámbitos sociales, deportivos, económicos y políticos de Cataluña. Cabe recordar el Proyecto 2000, ideado por Jordi Pujol en los años 80, y cuyos frutos hemos podido ver y padecer desde ese despertar secesionista hasta la epifanía rupturista surgida a partir de 2012 entre los próceres de Convergència, ahora transformado en Partit Demòcrata Català (PDC). En resumen, el Proyecto 2000 concluía que el movimiento nacionalista debía controlar todos los ámbitos públicos en Cataluña.
El separatismo independentista no repara en dispendios; utiliza sin rubor el tensionamiento de amplias capas de la sociedad para azuzar la desafección y el odio hacia España y no le importa racionar en los servicios sociales más básicos y necesarios con tal de poder culpar a su recurrente chivo expiatorio. Es una lógica perversa, de estructura leninista y obsesiva, en la que prevalece lo que los secesionistas creen ideal frente a lo real y en la que no les importan los daños que puedan causar en la economía ni que se esté lastrando el provenir de las próximas generaciones. Para comprobar lo que digo sólo hay que preguntar a los profesionales de la sanidad catalana.
Este nacionalismo, ahora ya desacomplejado y convertido en separatismo, creyendo que había llegado su momento histórico ante la debilidad de un Estado azotado por una gravísima crisis económica y de valores, ha acelerado toda su maquinaria para dar el golpe definitivo y conseguir, desafiando al Estado, un escenario de inapelable ruptura. Todavía alguno creía que existía una aparente ralentización del proceso, lo que coloquialmente se denomina como «ha bajado el suflé», pero esta sensación es tan dañina como errática. El independentismo sólo está esperando que se den las circunstancias idóneas para alcanzar su objetivo y no le importa si durante este tiempo tiene que pactar con la izquierda anticapitalista de las CUP o hacer caso omiso a la derrota de su plebiscito del 27-S. Retorcerán todos los instrumentos y todas las instituciones a su alcance para intentar romper España, sabedores de que, en pocos años, tendrán una legión de nuevos votantes surgidos de las escuelas en las que la prioridad es la formación del espíritu independentista y no valores pedagógicos.
Como catalán, como amante de la Cataluña abierta y plural en la que he nacido y crecido, admirador como soy de nuestra historia, lengua y cultura, apelo al sentido común y al trabajo conjunto de todos los españoles para reforzar una España democrática que ha sabido construir uno de los sistemas más descentralizados del mundo y entender y reconocer como propia la pluralidad cultural de un país tan complejo como el nuestro. Hoy, España tiene la oportunidad de convertirse en un referente para esta Unión Europea tan dubitativa porque somos ejemplo de una verdadera unión en la diversidad, de generosidad para con todos sus pareceres y para todas sus cosmovisiones y particularismos. Todos los españoles debemos reconocer a España como lo que es: un gran país proyectado hacia el mundo, una democracia cuya mejora no tiene límite, una sociedad abierta e inclusiva donde todos nos sentimos cómodos y donde nuestros hijos tengan un futuro mejor.
Es necesario recuperar el relato de la ilusión y mostrar la España real a todos aquellos catalanes que han creído, de buena fe, en el canto de sirenas independentista, para evitar que la ceguera trunque la recuperación económica y social de nuestro país.
Las instituciones del Estado en su conjunto tienen que entender la verdadera dimensión del desafío secesionista. No debemos caer en el cortoplacismo creyendo que esto se ha acabado. Todo lo contrario. El independentismo ha penetrado en la mente de muchos catalanes a través de una campaña de ingeniería social impropia de las democracias y, por tanto, la única manera de corregir esta situación es mediante un correcto diagnóstico de la misma. Hay que movilizar a esa mayoría social no independentista existente en Cataluña y poner en marcha un plan que contrarreste toda la marea de propaganda con la que el secesionismo pretende conseguir una mayoría social sumisa a sus sueños decimonónicos. Hemos de sacudirnos el régimen totalitario que impone su voluntad a la mayoría de los catalanes y que está fraguando una sublevación del orden legal. Literariamente hablando, es un esperpento. Pero de consecuencias reales y de difícil previsión.
Como decía al inicio de este artículo, estamos ante una gran oportunidad. Nuestro Gobierno ha hecho las cosas razonablemente bien; la ciudadanía así lo ha reconocido en las urnas: hemos salido de la recesión y estamos ya situados en el camino de la recuperación económica. Es, pues, el momento de centrarnos en la puesta en marcha de un plan que nos permita dejar atrás definitivamente el desafío independentista en Cataluña. Un plan en el que la inteligencia, lo emocional y lo simbólico vayan de la mano de la razón que nos acompaña. Sin cantos de sirenas y sin peix al cove.
No hay que tener ni miedo ni complejos. Tenemos la ley, la democracia y la razón. Estamos en el lado correcto de la historia, pero para superar al independentismo no podemos ni debemos menospreciar el problema que supone este desafío para el conjunto de los españoles y, especialmente, para la mayoría de catalanes que somos contrarios tanto a la ruptura como a los riesgos a los que nos empuja el populismo independentista.
J. Enric Millo Rocher es portavoz del PP catalán.