Eguiguren se inclinaría por que el Estado, o el Gobierno, contribuyera a facilitar a los etarras la toma de decisiones al ritmo que ellos puedan asumir. Pero es inútil, porque no conduce más que al envalentonado ensimismamiento de la banda. Además, es imposible perseverar en ello sin restar legitimidad al propio sistema democrático.
El ruido ambiental de esta última semana refleja la concurrencia de tensiones e intereses que describen el monotema etarra. Nos enfrentamos, por un lado, a la caótica deriva a la que su creciente inanición está empujando a ETA, certificada por los tres tiroteos protagonizados en el centro de Francia por dos de sus miembros que acabaron detenidos y por la decrepitud que en realidad trasluce el desmantelamiento del aparentemente intrincado zulo múltiple de Legorreta. Tenemos a una izquierda abertzale solidariamente encadenada al destino de los activistas de ETA, libres o presos, incapaz de romper políticamente con su pasado, pero que por fin ha llegado a emplazarles a que no la fastidien. La escena destaca también a una serie de protagonistas que, sea como acompañantes de la izquierda abertzale, como exegetas de la mediación, o como ‘facilitadores’ voluntarios -léase verificadores-, tratan de poner orden en la desordenada fase terminal de ETA. Contamos con una política antiterrorista consensuada entre las principales formaciones políticas, que sintoniza en gran medida con el sentir de las víctimas. Y no podemos eludir la recurrente sospecha con la que el PP latiguea al gobierno de Rodríguez Zapatero, quizá también porque a su vez se siente conminado por los valedores permanentes de la teoría de la conspiración.
Pero tras la confusión que provoca siempre el ruido causado por el terrorismo y su eco partidario, especialmente en víspera de elecciones, se dilucida si el final de ETA puede darse de manera ordenada, siguiendo un patrón supuestamente estándar establecido por supuestos expertos en la resolución de conflictos -llámense Lokarri o Baketik- , o va a parecerse más a una dilución desordenada. El mantra de los ‘principios Mitchell’ no representa, a estas alturas, más que una manera de eludir el compromiso de diseñar una salida genuina al problema. Conviene recordar que el totalitarismo etarra -como cualquier otro totalitarismo- consta también de una faceta egocéntrica y caprichosa en tanto que dependiente de que sus necesidades las cubran los demás. Lo que se refleja en la constante transferencia de su responsabilidad hacia el deber que otros -seguidores, mediadores o adversarios- tendrían para secundar sus proclamas o satisfacer sus demandas.
El Acuerdo de Gernika y sus artífices tratan de superar el desorden existente en ETA y en las relaciones entre ésta y la izquierda aber-tzale mediante la implantación de un orden alternativo al de la legalidad vigente. Porque en el fondo la ordenación por ellos pretendida tiende a reclamar compensaciones políticas a la eventualidad de que la banda terrorista opte por abandonar las armas. En el mejor de los casos se trataría de una concepción providencialista del papel que ‘los demás’ deberían jugar para posibilitar la toma de decisiones en ETA y preservar su unanimidad. La eventualidad de una escisión constituye el argumento oculto con el que se trata de justificar la imperiosa necesidad de una intervención comprometida para poner a ETA en orden desde fuera. La verificación llamada internacional formaría parte de ese empeño.
De algunos testimonios de Jesús Eguiguren cabe deducirse que el presidente de los socialistas vascos se inclinaría porque fuese el propio Estado, o cuando menos el Gobierno, quien procurase ‘ordenarles la casa’ a los miembros de ETA, contribuyendo a facilitarles la toma de decisiones al ritmo que ellos estén en condiciones de asumir. En cierto sentido, todos los gobiernos han acariciado tal posibilidad, porque en algún momento llegaron a creer que podrían favorecer a buenas que los etarras recapacitasen. Por ejemplo, intentando que sus interlocutores en las conversaciones de Argel y posteriores se hicieran realmente con el control de la trama terrorista. Pero sería vano e improcedente que hubiese instituciones públicas o partidos democráticos empeñados en ‘ordenar la casa’ a ETA. Es inútil intentarlo, porque no conduce más que al envalentonado ensimismamiento de la banda etarra. Además resulta imposible perseverar en ello sin restar legitimidad al propio sistema democrático.
El orden lo establece el Estado de Derecho, incluidas sus contradicciones y ‘troitiños’. Como se está demostrando en el caso de la izquierda abertzale, es la aceptación de las reglas de la democracia constitucional lo que contribuye a ordenar las cosas entre quienes hasta ayer trataban de echarla abajo para instaurar un régimen todo menos libre. Incluso si la coalición Bildu es anulada judicialmente como opción electoral, la amplia mayoría de las bases radicales habrá recorrido un camino sin retorno. Sería también la aceptación de las reglas de la democracia constitucional lo que haría que los integrantes de ETA renunciasen de forma expresa y creíble al uso de la violencia. Aunque ésta es una perspectiva que quizá nunca se dé; sencillamente porque la banda terrorista no está dotada de los protocolos de decisión precisos para autodisolverse. Protocolos que nadie puede facilitarle desde fuera, y que en una situación de extrema debilidad es prácticamente imposible que se generen desde dentro. De ahí que deba ser el Estado de Derecho el que establezca el orden al que tengan que atenerse individualmente los actuales integrantes de ETA para salir del laberinto engendrado por su fanatismo. Algo que es tan verdad hoy como lo será cuando el PP consiga hacerse con el Gobierno de España.
Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 16/4/2011