Ignacio Camacho-ABC
- No es sólo Felipe quien se siente huérfano de partido y de proyecto, de sentido de Estado y de pensamiento estratégico
Rompió al fin su silencio Felipe González, y fue para decir que se siente huérfano. Huérfano de representatividad, huérfano de proyecto, huérfano de su propio partido, en el que Adriana Lastra -¡¡Adriana Lastra!!- lo manda callar arguyendo que ahora les toca a los jóvenes jubilar a sus abuelos. Huérfano de un Gobierno en el que no se reconoce junto a ERC, Bildu y Podemos. Huérfano de liderazgo, huérfano de una política con talento, inteligencia, sentido de Estado y pensamiento estratégico. Sólo le faltó añadir que sigue siendo militante pero no simpatizante del PSOE, como declaró en tiempos de Zapatero. Pero dejó claro que no está de acuerdo con esta deriva de ruptura y desencuentro, y luego se fue a un homenaje póstumo a Rubalcaba para ponerlo como ejemplo de la lealtad constitucional que echa de menos. Quizá también se eche de menos a sí mismo, desde esa edad en que la nostalgia produce un cierto abatimiento y la sensación de estar predicando en el desierto, en un páramo de trivialidad, adanismo hueco, medianía intelectual y ausencia de criterio.
La orfandad de Felipe la comparten muchos españoles desde una perspectiva más generacional y sentimental que partidista. No sólo los que hicieron la Transición o asistieron a ella sino los que han vivido la democracia como una experiencia sustancialmente positiva más allá de las inevitables grietas que el tiempo ha provocado en sus estructuras envejecidas. Los que comparten un ideario de reformismo optimista que vuelva a cohesionar la nación en una circunstancia de dificultad crítica. Los que asisten perplejos y desasosegados al auge del populismo y del aventurerismo en medio de un clima de discordia sectaria y de irresponsabilidad frívola. Los que no entienden el intento de construir una legitimidad cismática sobre la premisa del antagonismo ideológico y la animadversión banderiza. Los que todavía poseen capacidad de escándalo ante el indulto moral, político y acaso penal de la sedición o el desprecio a las víctimas de la agresión terrorista.
Sucede sin embargo que la opinión de González y otros socialistas veterotestamentarios es ya más un lamento que una llamada. No hay quien los escuche, ni a ellos ni a otras personalidades liberales o independientes, en un Gobierno dedicado a sembrar cizaña insana. La izquierda ha dimitido de cualquier pacto de vocación unitaria para centrarse en la confrontación radical que agita los demonios de las dos Españas. Sánchez ha vaciado el PSOE para ponerlo al servicio de su naturaleza autocrática y ha confiado la dirección del país a un técnico en propaganda. Las voces del felipismo son sólo una psicofonía lejana, el eco de una etapa enterrada. Y los socialdemócratas desengañados, huérfanos de cordura, pueden perder toda esperanza… salvo que la próxima vez entiendan que un partido no es una patria y se decidan a usar su voto con mentalidad pragmática.