ABC 08/08/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· Ante tanto enano ensoberbecido a la sombra de un poder vicario, el ejemplo de Rafa Nadal resplandece
RAFA Nadal encarna todas las virtudes que cualquier español de a pie quisiera ver en sus líderes. La mentalidad y valores necesarios para llegar a lo más alto con la cabeza alta. El espíritu de sacrificio indispensable en el empeño de superar las dificultades. La disposición a trabajar sin descanso hasta conseguir la meta anhelada. O sea, lo opuesto al común exponente de nuestra clase política.
El gran Nadal, nuestro Rafa, orgulloso abanderado del equipo olímpico que desfiló en el estadio de Maracaná, empieza por ser un patriota, lo cual ya es una actitud encomiable en esta España acobardada ante el auge del separatismo, donde muchos reniegan de la Bandera nacional como de un emblema «facha» o, en el mejor de los casos, la esconden. Él no. Persiguió durante años merecer ese privilegio y lo ejerció con una sonrisa capaz de iluminar la noche, contagiándonos a todos el entusiasmo que le embargaba. ¡Gracias, campeón!
El gran Nadal, nuestro Rafa, es además un chico humilde, al que ningún trofeo, por preciado que fuese, ha logrado apartar de la senda de tenacidad y esfuerzo que sigue desde la infancia. Es un fenómeno, de eso no hay duda; un as del tenis sin parangón. Pero sigue siendo el mismo, conserva la misma novia, la misma vida, los mismos hábitos. Sigue afrontando cada mañana como si todo estuviera por demostrar. Ningún éxito lo ha desnortado hasta el punto de transformarlo. Ya podrían aprender de él ciertos carguillos de medio pelo capaces de matar a su madre por conseguir un ascenso del que nunca logran reponerse. Ante tanto arribista mediocre, tanto adulador con ínfulas, tanto lacayo encumbrado, tanto enano ensoberbecido a la sombra de un poder vicario, el ejemplo de Nadal resplandece con luz cegadora.
El gran Nadal, nuestro Rafa, es, por añadidura, inasequible al desaliento. No se rinde, no se cansa. Pelea en la cancha cada bola, cada punto, cada juego, cada set, incluso cuando no hay esperanza. Pelea tras cada lesión sin darse jamás por vencido. No llora, no culpa a los demás de sus fracasos, no se lamenta de la mala suerte, no se sienta a esperar que cambien las tornas o se estrellen sus adversarios. Él se supera a sí mismo, supera el dolor, la rabia y la frustración, hasta recuperar la forma y acariciar de nuevo el triunfo. Él juega contra sí mismo y vence siempre, gane o pierda ante su contrincante. Es el afán de superación personificado y por eso precisamente resulta ser insuperable.
El gran Nadal, nuestro Rafa, juega limpio. Algunas voces mezquinas, envidiosas, trataron de ensuciar su nombre salpicándolo con el barro del doping, sin conseguir otra cosa que caer en el ridículo. Su único secreto es la fortaleza física y sobre todo mental, aliada a una voluntad de hierro plasmada en un trabajo incansable. Si el espíritu olímpico tuviera un nombre en el mundo actual, en el que tanto daño se ha hecho a los principios que lo impulsaron, no se llamaría Coubertin, sino Nadal.
Rafa Nadal, nuestro Rafa, es sinónimo de excelencia, mérito, capacidad, talento, constancia, valía, iniciativa, coraje, esfuerzo y perseverancia. Un modelo a seguir único en su grandeza, aunque no en su modo de ser. España está llena de «rafas» que luchan por hacer valer esos mismos atributos. Algunos han tenido que marcharse fuera ante la falta de oportunidades existentes en su país. Otros siguen intentándolo a pesar de las dificultades. Los más veteranos sabemos que se trata de atributos ajenos a la política y por tanto incompatibles con la consecución del poder.