JORGE BUSTOS-El Mundo
El gran error del centro es existir. En este mundo hay peras y manzanas, blancos y negros, izquierda y derecha: el centro es una aberración genética, y una agresión al hispánico cerebro donde chirría como en ningún otro la disonancia cognitiva. Por eso en estos días poselectorales regresan nuestros sexadores ideológicos a examinarle la entrepierna a Cs para ver si tiene pene o vulva, cuando la naturaleza de Cs consiste en tener pene y vulva a la vez, y se equivocará si no usa ambos. El insensato proyecto de un centro en el país de las guerras civiles pretende elevar el hermafroditismo ideológico a hegemonía política. Calibremos, pues, sus atributos.
El hermafrodita o extremocentrista es alguien que no soporta la superioridad moral de la izquierda pero tampoco la noción patrimonial del poder de la derecha. Odia los sermones, vengan del obispo de Alcalá o de una neomonja feminista. Le revienta que se juzgue a un cargo público –pongamos Carmena– por su aura mística y no por su gestión, como le asquea el ademán señoritil del conservador cuando sube al coche oficial. Sabe que el liberalismo no tiene nada que ver con el reparto de mamandurrias entre amiguetes ni con el populismo fiscal, sino con bajar los impuestos precisos a los bolsillos adecuados, porque el Estado de bienestar es la red de seguridad de los más débiles y al centrista le importa la igualdad –la igual libertad de oportunidades, no de resultados– tanto como la libertad.
El centrista puede ser creyente o ateo, monárquico o republicano, pero no confunde el dogma con la legislación y aplaude al rey que hace bien su trabajo. Disfruta de la diversidad de los pueblos de España, pero detesta que unas élites decimonónicas fundaran en la diferencia un privilegio, y que unos albaceas insolidarios con capacidad de chantaje lo expriman hasta vaciar de sentido la fraternidad fundacional de la nación democrática. El liberal es tan materialista como el marxista clásico, pero no delega la responsabilidad en el Estado sino en el sudor de su frente –siempre que todas las frentes compitan sin visera–, y al rico que así llega a serlo le entrega su admiración sin ápice de resentimiento. Otorga a los padres preeminencia sobre el Estado en la formación de sus hijos. No ve en la inmigración una amenaza ni en el colectivo LGTB el disolvente de un esquema eterno de familia, pero respeta muchas tradiciones de sus mayores tanto como desprecia al pijo que todo se lo debe a la posición de papá. Le aburren como una misa las guerras culturales, y a la recurrente hipocresía roja de barrio gentrificado le receta la gran lección del siglo XX: toda revolución positiva la hará el capitalismo bien regulado.
El orgullo hermafrodita no ha salido del armario. Pero quizá no haga falta porque son más, aunque aún no lo confiesen.