ANTONIO R. NARANJO-El Debate
  • Tenemos que hablar de Javier, de la violencia, de las equidistancias y de qué es en realidad el «colaboracionismo» con Sánchez

 

Doy por descontado que estas líneas sobre Ortega Smith provocarán un alud de comentarios reprobatorios, deudores de otros ya recibidos cuando Abascal coqueteó con la idea de ver a Sánchez colgado por los pies o cuando los más aguerridos ocuparon la primera línea de fuego en las manifestaciones en Ferraz, saldadas como todo el mundo sabe con la caída del Régimen y la huida del Fraudillo al exilio.
Pero hay que decir la verdad aunque duela, sobre todo si duele, y ninguna reprobación de quienes en principio suelen estar de acuerdo con las opiniones y posiciones de uno puede conculcar ese mandato ni la obviedad de que, para escribir columnas, hay que salir de casa llorado y con un par de bofetadas encima.
La cuestión es bien sencilla: sin la necesidad de inflar el episodio protagonizado por el portavoz de Vox en el Ayuntamiento madrileño, cantado ya por los juglares de la izquierda como si hubiera fusilado por rojo y mariquita al pobre concejal Rubiño y ampliado por éste para situarlo al nivel de la persecución de los nazis a los judíos; lo que sí hizo el hiperventilado portavoz fue intolerable.
Párense ahí, en los hechos. No le quiten ni le pongan nada. Ni tampoco lo contextualicen en una historia de violencias peores para escurrir el bulto sobre la cuestión principal, que se resume en una pregunta: ¿Es presentable que un cargo público se encare violentamente a otro, se le eche encima y dé manotazos al aire con una agresividad tan vistosa como visible?
La respuesta es no, sin peros ni matices ni coartadas. Da igual lo que dijera antes el susodicho, insigne miembro de ese movimiento llamado «Juventud sin futuro» que no ha dejado de mejorar el suyo propio profesionalizando una actividad efímera, la política, a la que debe llegarse con algo de cotización privada en la Seguridad Social: a sus 32 añitos, lleva casi una década pastando en el erario, primero con Podemos y ahora con Bluf Madrid, en distintos sillones enmoquetados de la Asamblea, el Senado y el Consistorio.
Denunciar la horrible actitud de Ortega Smith, de cuyos huevos no existen las dudas que sí provocan sus neuronas, no suscribe ningún «relato de la izquierda», como pelear contra Sánchez dentro de los parámetros constitucionales y democráticos no transforma a nadie en un «colaboracionista» del Régimen ni devalúa, por supuesto, la certeza de que este terrible presidente que padecemos encabeza un Golpe institucional sin precedentes y le define a él como un traidor.
Ocurre justo lo contrario: la única manera decente de denunciar la violencia de mayor gravedad que sufre Vox desde hace años (con lanzamientos de piedras incluidas en mítines, alimentados por Pablo Iglesias y maquillados por Marlaska) es señalar la menor que protagonice cualquiera de sus dirigentes.
Como la única forma de derrotar a Sánchez, un sutil golpista que actúa desde la apariencia de ley para cambiar la ley, es desde la democracia, por muy lenta, pusilánime y afeminada que les parezca a los amantes de las emociones fuertes y las alubias con mucho chorizo.
No ha habido nada más violento en 45 años de democracia que escucharle a un presidente levantar un muro contra media España, como si todo aquel que no le votara él mereciera ser tratado como un enemigo y confinado en un gueto infame desde el que no pueda contestar a sus tropelías.
Y no hay nada más violento, tampoco, que animalizar a un partido tan legítimo como Vox, asociarse con otro filoetarra como Bildu y encamarse con otros más, todos xenófobos, como Junts o el PNV.
Todo eso hay que denunciarlo en tiempo real, y recordarlo justo después de decir lo oportuno también, con la intensidad debida, de las chulerías de Ortega Smith, que confunde las voces con la autoridad y la bravuconería con el valor.
Ya no es solo porque nada le produce más excitación al chavismo 2.0 que nos gobierna que encontrar coartadas para redoblar su variada paleta cromática de represiones, sino porque es lo decente.
Y no hay que hacerlo para que nos perdonen la vida, sino justo para lo contrario: para que no tengamos que perdonársela a ellos. No es tan difícil de entender, salvo que en el fondo se sea igual de bárbaro que el tipo que ahorcó un monigote de Abascal de un puente o está a punto de legalizar las injurias al Rey, a la Virgen o a la bandera de España. Si todos somos iguales, al final vencen los «iguales» que tienen el BOE a su servicio.