EL ECONOMISTA 02/08/14
NICOLÁS REDONDO TERREROS
· Si en nuestra historia parlamentaria del siglo XX han sobresalido dos discursos, estos fueron los pronunciados por Ortega y Gasset y Azaña con motivo del debate parlamentario sobre la autonomía catalana.
Los protagonistas se lo merecen, ya forman parte del grupo de los personajes más notables de nuestra historia; el motivo, el problema catalán impone su actualidad continuamente, a pesar de los esfuerzos que se han realizado durante los últimos cincuenta años, y las dos piezas oratorias, tan desiguales entre sí como suficientes para dibujar los perfiles públicos y algunos íntimos de los dos contendientes, son todavía hoy fuente de información, de formación política y la expresión más cabal de la forma de hacer política de los españoles durante el periodo previo al drama civil más grande de nuestra historia moderna.
El filósofo anuncia un discurso general y cumple con su compromiso haciendo una intervención política sin límites ni fronteras conceptuales; el político se sujeta al motivo de la discusión, se extiende por el pasado y se proyecta hacía el futuro y en todas las direcciones. Encontramos en el filósofo errores provocados por su concepción histórica, que todos los grandes historiadores de su tiempo contabilizaron con cortesía y sin compasión, pero también aciertos, que todavía hoy se pueden considerar válidos; prevalece en el segundo un utilitarismo partidario en la interpretación de la historia, y la euforia de los primeros «momentos históricos» mezclada con su desdén personal hacia todos y todo, le hace ver por ejemplo en La Revolución Francesa una aportación parcial y fracasada a la Historia que los republicanos españoles iban a superar sin duda. El profesor muestra su escepticismo pesimista, lo que le lleva a proponer una conllevancia mutua, mientras que el expresidente del Ateneo defiende la solución estatutaria realizando aportaciones de carácter jurídico y político de enorme importancia para el mismo debate y aún para el día de hoy, en el que volvemos a enfrentarnos al «problema catalán», a pesar de las soluciones generosas y tolerantes, para ambas partes, que todos hemos dibujado desde la Constitución del 78 hasta la aprobación del último Estatuto de Autonomía. Sin duda dos extraordinarios discursos con sus luces y sus sombras.
La historia parece agradarse con paradojas que en ocasiones no descubrimos y en otras son bien reconocibles. Creo que los padres de la Constitución del 78, reos de un optimismo incorregible, se aprestaron a realizar el camino propuesto por el presidente de la II República: solucionar el problema de las denominadas modernamente comunidades históricas. Pero pasados los años, el resultado ha sido el del filosofo: la reglamentación temporal de la conllevancia, porque la resignada propuesta de conllevarnos mutuamente tiene inevitablemente una naturaleza temporal, no entendida como una contraposición a lo eterno, sino como un término parejo a efímero, como lo demuestra la aprobación de dos Estatutos en treinta años.
Los Estatutos han sido para los nacionalistas una especie de lecho de Procusto, adaptable a los gustos, intereses y sentimientos de una clase dirigente que se caracteriza por no estar satisfecha con nada de lo obtenido, por comportarse como si estuviéramos obligados a manifestarles eterno agradecimiento por su vecindad y por una cobardía revestida de responsabilidad.
En estos dos grandes discursos pronunciados en las Cortes Republicanas se establecieron, por encima del debate concreto, algunas consideraciones de importancia para los dirigentes actuales. La más sustanciosa de Azaña y viene a enfriar los ánimos federalistas de algunos. Establece Azaña una división en la Constitución entre los límites taxativos, enumerativos que van relacionando las facultades de poder que pueden o no ser objeto de transferencia y los denominados por él como limites conceptuales.
Según el presidente de la República: «No; es que no cabe dentro del concepto de la Constitución respecto de lo que es el Estado español de la República, que es un Estado unitario y no un Estado federal y no habiendo Estado federal, no puede hablarse del Poder….»
Revisión de nuestra historia
Efectivamente, el Estado federal y el autonómico pueden tener la misma descentralización. Es más, el nuestro da más capacidades de gobierno, de poder a las Comunidades Autónomas que la inmensa mayoría de las organizaciones federales, pero sus orígenes son radicalmente distintos, incompatibles. Lo ve Azaña, lo comprueba Ortega y no hay estudiante de derecho, por deficiente que sea su formación, que no vea las diferencias.
En nuestro caso, esos cambios que se están proponiendo hacia el federalismo, tan literarios y vaporosos, supondrían no sólo una revisión revolucionaria de nuestra historia, a la altura de lo que proponen algunos catalanes indocumentados, sino un verdadero proceso constituyente en el que los Estados federados después de separarse se volvieran a poner de acuerdo.
Pero mientras las Cortes sean la primera y fundamental representación de la ciudadanía, sin acto previo de asentimiento de las partes, podemos denominar al proceso como queramos, pero siempre será autonómico. Por lo tanto, la solución, si queremos buscarla dentro de la Constitución del 78, será siempre autonómica, porque se basa en un Estado unitario. Ahora bien, en la propia Constitución pueden encontrarse soluciones que nos lleven hasta dejar de «conllevarnos», siempre que sean los ciudadanos españoles los que decidan dentro de la ley.
De los hallazgos en el discurso de Ortega hablaremos ya en septiembre, de manera que si algún lector está interesado tendrá tiempo este verano de entretenerse y aprender con dos maravillosos discursos que, sin embargo, debemos leer, como todas nuestras lecturas, desde nuestros puntos de vista y con nuestro propio criterio.
Nicolás Redondo. Presidente de la Fundación para la libertad.