Álvaro Delgado-Gal. ABC
- Lo incontestable es que Ortega fue un liberal y un conservador, esto es, lo contrario de los radicales que habían leído a Nietzsche e interpretado la voluntad de poder como un salvoconducto moral para cancelar a quienes no pensaran como ellos
Este año se cumple un doble aniversario: hace cien años que José Ortega y Gasset publicó ‘La deshumanización del arte’, y otros tantos que sacó un centón de reflexiones encabezadas por un rubro que no es exactamente un título sino un adelanto o resumen del texto subsiguiente: ‘Sobre el fascismo’. No existe proporción entre los dos trabajos, ni por su factura ni por su contenido. El primero, el más largo y ambicioso, integra una disquisición estética con fugas o dimensiones sociológicas. En el segundo, Ortega intenta hacerse una composición de lugar sobre un fenómeno político todavía no bien comprendido en 1925, año, por cierto, en que Mussolini se consolida en el poder tras la crisis abierta por el asesinato de Matteotti. Esto dicho, no está de más leer ambos textos de corrida, en vista de lo que ahora se verá. Empiezo por ‘La deshumanización’, que no es lo mejor que Ortega ha escrito, entre otras cosas, porque no termina de saberse a quiénes se está refiriendo realmente en su ensayo. ¿A los pos-impresionistas?, ¿a los dadaístas?, ¿a los cubistas? Por las trazas, a todos a la vez, aunque sospecho que los cubistas se llevan la palma. Y los últimos, está claro, no le gustan. A propósito de su afán por reducir a geometría lo figurado en el lienzo, apostilla Ortega en una nota al pie: «Un ensayo se ha hecho en este sentido extremo (ciertas obras de Picasso), pero con ejemplar fracaso». Sigue tal cual comentario reticente sobre el cubismo, y finalmente el autor se despide de todos, cubista y no cubistas, con un saludo que, más que saludo, parece un RIP: «Se dirá que el arte nuevo no ha producido hasta ahora nada que merezca la pena, y yo ando muy cerca de pensar lo mismo». En resumen, Ortega no simpatiza con el arte deshumanizado, al tiempo que parece depositar en él grandes esperanzas. ¿Cómo podría explicarse la paradoja?
Existen dos claves. La primera, es que Ortega está exasperado, un poco en el sentido o a la manera en que seguirá estándolo en ‘La rebelión de las masas’. Ello da lugar a un comentario desazonador. Leamos: «Se acerca el tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares. […] La unidad indiferenciada, caótica, informe […] en que se ha vivido por espacio de ciento cincuenta años, no puede continuar. Bajo toda la vida contemporánea late una injusticia profunda e irritante: el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres». Lo segundo es que Ortega cree intuir en los artistas deshumanizados un nuevo aristocratismo: «Habituada a predominar en todo, la masa se siente ofendida en sus ‘derechos del hombre’ por el arte nuevo, que es un arte de privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva. Dondequiera que las jóvenes musas se presentan, la masa las cocea». Por eso recibe Ortega con benevolencia a unos artistas que tampoco a él le convencen. Porque son impopulares. Porque son lo contrario de la democracia asnal, unánime, vociferante, que se ha hecho con la vía pública y el parlamento y la universidad.
Este sentimiento, más que razonamiento, ofrece concomitancias con el que adorna al fascismo inicial o protofascismo, entiéndase, el de las vanguardias futuristas. Pensemos, no más, en Papini y Marinetti. Por supuesto, Papini y Marinetti fueron, en esencia, unos histriones, y profirieron disparates que jamás se habría permitido Ortega. Esto sentado, insisto en que ‘La deshumanización’ despide reflejos, visos, incómodos. No cuesta trabajo ponerse en el lugar del lector que, no conociendo a Ortega, sospechara que el filósofo llegó a verse afectado por la atmósfera turbia del momento. ¿Horrible? Delego tales aspavientos en quienes, desde el escaño o desde la tribuna, se rasgan las vestiduras sabiendo que ciertos calificativos liquidan la conversación, el pensamiento y, sobre todo, a su rival político. En 1925 no se veía el mundo con la claridad que nos han traído los desdichados sucesos posteriores. En 1924, sin ir más lejos, Pirandello envió a Mussolini un telegrama pidiendo su ingreso en el Partido Fascista. Sorprende, más que nada, el estilo obsequioso con que el telegrama está redactado. Pirandello seguiría adherido al PNF hasta su muerte en 1936.
Pero lo bueno, lo definitivo, es que no es necesario especular. Pasemos a las páginas en que Ortega interpela directamente al fascismo. ¿Se adhiere a él pirandellianamente? De ningún modo. Lo rechaza de plano. Precisando más: pronuncia una condena que comprende, solidariamente, a fascistas y comunistas: «El hecho de que en Rusia y en Italia un grupo reducido de ciudadanos se haya apoderado de la gobernación, ha sido ocasión para que, generalizando, se diga que la historia política ha sido siempre obra de minorías resueltas y compactas. […] Tal pensamiento es falso. Precisamente en la vida política no pueden nunca alcanzar un triunfo normal las minorías. Para vencer tienen que convertirse, de uno u otro modo, en mayorías. En la política decide siempre el torso social y ejerce el poder quien logra representarlo». Más adelante: «Cuando más indómito vea al fascismo ejercer la gobernación, peor pensaré de la salud política de Italia».
El mensaje es inconfundible. ¿De dónde proceden entonces las malas vibraciones que provoca la lectura de ‘La deshumanización’? Ortega, un gran escritor, era propenso a los excesos retóricos. Se colocaba en el centro del escenario y ejecutaba arias floridas y no siempre bien medidas. La fulminación del populismo democrático recorre casi toda su literatura, a veces sin las deseables cautelas. Pero esto es superficial. Si prefieren, es decorativo. Lo incontestable es que Ortega fue un liberal y un conservador, esto es, lo contrario de los radicales que habían leído a Nietzsche e interpretado la voluntad de poder como un salvoconducto moral para cancelar a quienes no pensaran como ellos. Por eso, porque no era un radical, ni de un lado ni del contrario, le fue tan mal durante la Guerra Civil. En la edición de 1937 de ‘La rebelión de las masas’ ( ‘Prólogo para franceses’), leemos: «Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral». Tomen nota los hemipléjicos que recurrentemente devastan España.