Jon Juaristi-ABC

  • La ortografía no sirve para mucho: sólo para resistir a la barbarie

A lo largo de casi medio siglo de ejercicio como profesor, he penalizado en los exámenes las faltas de ortografía, esforzándome en ser razonablemente justo. Suspender a alguien sólo por haberse olvidado de una tilde o por poner una uve donde debía estar una be es propio de maniáticos peligrosos. Hasta el mejor escribano echa un borrón, se decía cuando había escribanos, lo que no dejaba de ser una versión secular de la -también en otro tiempo- conocida máxima piadosa de que el más santo peca siete veces al día (hay una variante entre lupanaria y escatológica que no voy a reproducir aquí). Si uno se pone a revisar manuscritos originales de los autores canónicos de nuestras letras, encontrará abundantes

faltas de ortografía: Valle-Inclán, por ejemplo, las derrochaba donde fuera, en sonatas o esperpentos, pero no consta que se examinara ni de Derecho, estudios que abandonó apenas emprendidos, como Sabino Arana (si bien, a este último no se le conoce una sola pifia ortográfica en su lengua propia, el español).

Unamuno y Juan Ramón Jiménez, como se sabe, sustituían la letra ge por la jota cuando aquella representaba el sonido gutural: ‘elejir’ o ‘cojer’ por ‘elegir’ y ‘coger’, pero tanto uno como otro sabían que la norma culta prescribía que ambas palabras se escribieran con ge. Si la transgredían a sabiendas, era porque tal norma les parecía quisquillosa y pretendían que se derogase en aras de la economía de la memoria. Además, Unamuno sostenía que las faltas por omisión deberían ser menos punibles que las faltas por exceso. Escribir ‘ormiga’ denota incultura, pero escribir ‘hocéano’ resulta de un cursi imperdonable.

Una de las situaciones más absurdas a las que he tenido que hacer frente en los últimos años ha sido la de escuchar las quejas de un estudiante al que suspendí por presentar no menos de veinte faltas de ortografía por página en un trabajo de fin de grado. Él admitía no tener ni idea de cuáles son las reglas ortográficas del español, pero alegaba que nadie le había advertido de que saltárselas restaría puntos. Este individuo, al que yo nunca dí clase (califiqué su trabajo como miembro de un tribunal), había llegado al curso final de su carrera gracias a la desidia de los profesores que habían evaluado todos sus anteriores exámenes. Por tanto, no procede escandalizarse cuando una universidad británica anuncia que no evaluará la ortografía porque lo contrario ha venido siendo discriminatorio para sus alumnos no blancos. Sin apoyarse en este tipo de demagogia de manteros, una buena parte de los profesores españoles dejó de evaluarla hace mucho para no complicarse la vida.

Al fin y al cabo, ¿para qué sirve la ortografía? Para poca cosa: para asegurar la transmisión de la alta cultura, proteger así la civilización y evitar que algún chorizo te embauque contándote batallitas de móviles robados, balas por correo y otras chorradas. Para nada más.