FELIPE SAHAGÚ-EL MUNDO

El autor explica las razones sobradas de España para no reconocer la independencia de Kosovo y cree que Sánchez ha sido víctima de un ultimátum del COI por no haber sabido medir sus fuerzas

PARA ESTADOS jóvenes sin reconocimiento universal como Kosovo, participar en organizaciones, conferencias o competiciones deportivas internacionales mostrando al mundo sus enseñas nacionales es vital para su consolidación como actores soberanos. Aunque oficialmente el olimpismo pretenda «hacer un mundo mejor y más pacífico educando a los jóvenes con el deporte sin discriminación de ningún tipo en un espíritu de amistad y juego limpio», siempre ha sido la pasarela ideal para exhibir orgullo nacional y patriotismo, con frecuencia incompatibles con la proclamada solidaridad sin fronteras.

Sin llegar al extremo de George Orwell, que veía en el deporte internacional «guerras sin tiros», la obsesión por conquistar medallas y enarbolar banderas lo aproxima mucho al mundo bélico por la obsesiva búsqueda de unidad contra el enemigo hasta la victoria.

Poco importa que alrededor del 6% de los atletas que compitieron este año en Corea haya nacido en países distintos a los de las banderas que portaban. Para ellos lo importante es ganar. Para los países que los adoptan, hacer nación y patria. Para el COI y para la galaxia multimillonaria que mantiene este gran chiringuito global, seguir con el gran negocio.

Kosovo lleva casi nueve años, desde el 17 de febrero de 2008, luchando con desiguales resultados para que su declaración unilateral de independencia de Serbia, en violación flagrante del Derecho nacional e internacional aplicable entonces en su territorio, sea aceptada por todos los estados y organizaciones internacionales. Podios, medallas y banderas son una inyección de moral y de propaganda que no quieren perder. En los actuales dirigentes del COI, entre ellos destacados catalanes como el director general adjunto, Pere Miró, y Juan Antonio Samaranch Salisachs, hijo del ex presidente del COI, han encontrado firmes defensores cuando, en otro error de cálculo, el Gobierno español prohibió a los kosovares llevar ropa con el nombre de su país en el Mundial de kárate celebrado en Madrid la semana pasada y utilizar el nombre de Kosovo en los marcadores. Para Miró, Samaranch y sus amigos del Comité Olímpico Español (COE), presidido por Alejandro Blanco, fue la gota que colmó el vaso. Sus protestas por el visado especial y la prohibición de desfilar con su bandera a los kosovares en los Juegos Mediterráneos de Tarragona en junio habían sido inútiles.

Esta vez amenazaron con movilizar a los 206 comités nacionales para que boicoteasen a España si el Gobierno no cambiaba de actitud. Moncloa aceptó negociar y, según la carta de Exteriores al COE y al COI que se hizo pública el miércoles, se comprometió a garantizar a los deportistas kosovares el mismo trato que a los demás en futuras competiciones. «El Gobierno español facilitará a las delegaciones deportivas kosovares que compitan en España los visados pertinentes y les permitirá utilizar sus propios símbolos, himno y bandera de acuerdo con el protocolo olímpico», anunciaba el COI en un comunicado. Peligraba la candidatura de Pirineos-Barcelona a los Juegos Olímpicos de Invierno de 2030 y los socios independentistas de Cataluña, con estrechas relaciones con Pristina y con el COI, presionaron a Moncloa para que cediera.

Desde el primer día de la independencia kosovar, la diplomacia española se ha encontrado en minoría, con malas cartas, apostando por principios legales en una partida que, como casi todas las independentistas, se está decidiendo por la fuerza y no por el Derecho.

En Kosovo siempre fue así. Una coalición de potencias occidentales, con Alemania al frente y la OTAN de brazo armado, convirtieron a 15.000 guerrilleros y terroristas en un Ejército de Liberación, rompieron la integridad territorial de un país y, con la ayuda del Departamento de Estado (Madeleine Albright) y del ex presidente finlandés Martti Ahtisaari, se inventaron un genocidio para justificar una guerra ilegal, sustituyeron a las autoridades serbias por una administración internacional y, 10 años después, reconocieron su independencia sin cumplir las condiciones jurídicas para ello. Con su actuación, sentaron un precedente peligroso y perdieron fuerza moral, como ha señalado la catedrática Araceli Mangas, para condenar las intervenciones posteriores de Rusia en Georgia y en Ucrania.

Serbia recurrió la decisión, pero, en la sentencia de 2010, la Corte Internacional de Justicia, en contra de la opinión de los principales internacionalistas españoles y de los informes de la entonces consejera legal de Exteriores, Concepción Escobar, avaló –«no fue ilegal», señaló– la independencia kosovar. A partir de ese momento, los dirigentes españoles se quedaron sin argumentos jurídicos.

Con razones sobradas para preocuparse por el posible efecto dominó en los separatismos internos, España ha seguido ejerciendo, con otros cuatro países de la UE (Grecia, Eslovaquia, Rumanía y Chipre) y otros 31 estados (entre ellos Rusia, China, India y los principales países iberoamericanos), su legítimo derecho a no reconocer la independencia kosovar. «Reconocer a una comunidad política como Estado es declarar que cumple las condiciones exigidas por el Derecho internacional» (Lauterpacht). Y éstas, recogidas en la Convención de Derechos y Deberes de los Estados (Montevideo, 1933) –población permanente, territorio determinado, Gobierno y capacidad de entrar en relaciones con los demás Estados– siempre han estado cuestionadas y son insuficientes.

Hay dos doctrinas prevalentes: la positivista, con raíces en los escritos de Hegel (siglo XIX), según la cual un Estado no lo es hasta que es reconocido como tal por los demás, y la doctrina declarativa, para la que basta con declararse estado, independientemente del reconocimiento exterior. España ha apoyado en Kosovo desde el primer día la primera doctrina, pero, como han pedido tantas veces José Ignacio Torreblanca y otros autores desde el Consejo Europeo de Relaciones Internacionales, con nulas posibilidades de éxito.

En los últimos años, ha tratado de salvar la cara utilizando su comodín para impulsar desde la UE un acuerdo definitivo entre Serbia y Kosovo que desate el nudo diplomático y facilite el ingreso futuro de ambos países en la Unión, pero las negociaciones han chocado con el muro de los intercambios de territorios, tan nefastos en la Europa de entreguerras recordada estos días durante el primer centenario del armisticio de la Primera Guerra Mundial.

EL VETO ruso y chino en el Consejo de Seguridad ha impedido hasta hoy la entrada de Kosovo en la ONU y el veto de España es un freno para el ingreso de Kosovo en la UE y en la OTAN, pero no han evitado su incorporación en 2009 al FMI y al Banco Mundial. Los dirigentes de Pristina cuentan con el apoyo de EEUU y de casi todos los países europeos, y confían en entrar pronto en Interpol. Al presidente Sánchez y al ministro Borrell les ha tocado lidiar con una herencia envenenada, adoptada por el Gobierno de Zapatero y continuada por el de Rajoy. Como ha reconocido Miró, el conflicto «llevaba abierto dos años, con dos gobiernos distintos», y el ultimátum se lo han dado a Sánchez. En parte por haber apretado las tuercas sin medir bien sus fuerzas, en parte por su debilidad original. La responsabilidad habría que repartirla entre los responsables de Exteriores y Moncloa desde 2008.

Para movimientos independentistas como el de Cataluña, que creen llegada la hora de reclamar un derecho inexistente a una independencia que nunca han tenido, todo congreso o competición olímpica en su tierra es una oportunidad de avanzar, en visibilidad y propaganda, la causa secesionista. Apoyando a Kosovo, se apoyan a sí mismos.

Si se atrevieron a utilizar los atentados más graves cometidos en España desde el 11-M, con 15 muertos, con el mismo fin –cada rueda de prensa del entonces jefe de los Mossos, Josep Lluís Trapero, parecía la de un ministro del Interior vendiendo su patria al mundo e ignorando olímpicamente al resto de España–, se opondrán siempre a cualquier acción de cualquier Gobierno español que frene esos objetivos.

Felipe Sahagún es profesor de Relaciones Internacionales de la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.