Luis Ventoso-ABC
La mayor afrenta que vivimos es la negación de la verdad objetiva
Este enero se han cumplido 70 años de la muerte de aquel que nació como Eric Arthur Blair y murió prematuramente -reventado por la tisis- como el admirado George Orwell, su nombre de pluma. Finó con solo 46 abriles y apena imaginar todos los regalos de su talento que nos robó la parca. Orwell, que gastaba cara de antiguo, pelo frondoso y un bigotín muy años cuarenta, mereció un elogio al alcance de escasos periodistas y literatos: «Intelectualmente era tan honesto que a ratos ni parecía humano». Así lo recordó Arthur Koestler, otro titán del siglo XX con el fiel de la balanza moral bien nivelado.
A Orwell le podía la decencia del sentido común. Era incapaz de anteponer un apriorismo ideológico a la realidad que le mostraban sus ojos. El socialismo lo ganó de joven y su idealismo lo llevó a combatir en nuestra Guerra Civil. Salió de España con la cicatriz de un tiro milagroso que le cruzó el cuello y con el alma vacunada para siempre ante veleidades comunistas. A partir de ahí trabajó en desmontar el totalitarismo con parábolas al alcance de todos. En el fondo, Orwell, que de chaval fue alumno becado en Eton, era un amante de las tradiciones de la Inglaterra eterna, empezando por la vida parroquiana de pub, la comida imposible de las islas y el té fuerte. Siendo ateo se casó por la Iglesia de Inglaterra, acudía a sus ritos y demandó descansar para siempre en uno de sus camposantos. Tres años antes de que la tuberculosis se lo llevase, seguía fumando compulsivamente y escribiendo allá en Jura, una isla venteada de las Híbridas escocesas, donde en 1948 acabó el manuscrito de su celebérrima distopía «1984», fábula desasosegante sobre a dónde puede llegar el control autoritario.
En Oceanía, el país imaginado de «1984», gobierna un partido único, que ha hecho de la desinformación y la propaganda sus armas. El Gobierno cuenta con un Ministerio de la Verdad, que ha creado un «neolenguaje» para tergiversar la realidad y adoctrinar a la población. «Si la situación lo requiere, 2+2=5», reza una de las máximas del ministerio. Jamás, pase lo que pase, puede calar entre el público la idea de que el Partido ha cambiado de opinión o ha cometido un error. El pensamiento independiente y el individualismo original deben ser perseguidos. El Líder y su Gobierno han de estar siempre bien considerados.
Estos días ha visitado Madrid el director de «The Washington Post», el respetado Martin Baron. En una conferencia en «El Mundo» recordó su principal problema con Trump y parte de sus acólitos: «Algunos políticos tienen como meta algo muy cínico: se esfuerzan en destruir la idea de verdad objetiva». Y eso, añade Baron, «mina los fundamentos mismos de la democracia». «¿Cómo puede haber democracia si no podemos estar de acuerdo siquiera en lo que pasó ayer?». Las preguntas que lanzó Orwell en años 40 y las que se hace ahora Baron son las mismas que deberíamos formularnos ante la demolición del principio de verdad objetiva que ha emprendido eso que Sánchez llama «coalición progresista» (eufemismo que encajaría perfectamente en el «neolenguaje» del Ministerio de la Verdad de «1984»).