Editorial-El Español
Los discursos inaugurales de los presidentes estadounidenses en sus tomas de posesión aspiran a ser textos para la posteridad. Declaraciones programáticas grandilocuentes con solemnes principios y nobles anhelos.
El discurso de Donald Trump en su investidura de este lunes perdurará también como documento histórico, pero en un sentido opuesto. Sus primeras palabras como 47º presidente de EEUU quedarán como una colección de soflamas camorristas que sintetizan muy bien la pobreza doctrinal del trumpismo.
Desde payasadas como su compromiso de cambiar el nombre del golfo de México a «golfo de América», a las ambiciones imperiales de retomar el control del canal de Panamá, el discurso de Trump ha exudado la acostumbrada retórica redentorista y victimaria. Hasta el punto de arrogarse un mesianismo ridículo: «Dios me salvó la vida para hacer América grande de nuevo».
El presidente ha llevado así hasta el paroxismo la épica del regreso triunfal que ha cautivado a tantos americanos, prometiendo que «la era dorada de América empieza ahora». El magnate ha vuelto a aderezar la megalomanía que late bajo sus planteamientos subversivos y antisistema con la excitación del orgullo nacionalista, jurando que «el país más poderoso de la tierra» será «respetado de nuevo en todo el mundo».
Las inflamadas proclamaciones sobre la restauración de la seguridad, la prosperidad o la libertad de expresión podrían entenderse como la manida cháchara demagógica del caudillo que evoca un supuesto pasado aúreo al que retornar. Pero su determinación de que «América sea más excepcional que nunca» invita a albergar una razonable inquietud.
Porque es de hecho una suerte de régimen de excepción lo que marcará los primeros compases del segundo mandato de Trump. El republicano ha anunciado que sus primeras acciones como presidente serán declarar una «emergencia nacional» en la frontera sur y una «emergencia energética».
La primera, con la intención de resolver la «crisis» migratoria, invistiéndose de poderes especiales para iniciar «el proceso de devolver millones de criminales foráneos adonde vinieron». La segunda, para revocar las políticas ecológicas de la Administración Biden y autorizar el fracking que permita extraer el «oro líquido bajo nuestros pies».
Este enfoque cesarista, que ha incluido su garantía de acabar con la «instrumentalización de la Justicia» que dice haber sufrido, casa mal con su llamado a defender la «Constitución», la «democracia» y la «libertad».
Y lo mismo cabe decir de su vaticinio sobre su legado, que será «el de un pacificador y unificador».
Se proclama unificador el líder político que más ha hecho por desunir a los americanos entre sí, y a los americanos con sus aliados del resto del mundo.
Se dice pacificador quien se propone enviar al ejército a detener la «invasión» de «delincuentes extranjeros» y a anexionarse territorios.
Fiel a su pulsión autoritaria, Trump ha hablado en la investidura en la neolengua orwelliana, recurriendo a palabras que significan en realidad lo contrario de lo que enuncian.