Cristian Campos -EL ESPAÑOL
 

Mis problemas con RTVE son dos.

El primero, que la tenga que pagar yo, que no veo la televisión pública. 

Al menos de HBO o de Disney+ puedo darme de baja. Pero RTVE es un servicio de presunto interés público que no me interesa. Así que ¿de interés público para quién?

Porque en España hay hoy 3.400 medios digitales, 1.180 cadenas de televisión y 3.000 emisoras de radio. ¿Para qué necesito una televisión pública más si la pluralidad informativa está garantizada hace años en España?

Pero pago por imperativo legal. Y luego me pongo Fauda en Netflix.

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¿Por qué no veo la televisión pública? Porque no me fío.

¿Recuerdan cuando al PSOE le interesaba que la Covid fuera poco más que una gripe porque tenía una manifestación feminista a las puertas, y RTVE se arrancó a decir que esto de la Covid, bah, una cosa que apenas mata a los que ya están casi muertos?

Algo así como el coche escoba que va recogiendo a los rezagados con la guadaña.

De ahí surgió la etiqueta «sologripistas». ¿Lo recuerdan?

Al cabo de sólo unos días, cuando al Gobierno le interesó clausurar el Parlamento y encerrar inconstitucionalmente a los españoles en sus casas, los mismos que hablaban de sologripismo pasaron a satanizar a los españoles que paseaban al perro sin ponerse la mascarilla. «Irresponsables, inconscientes, asesinos» les llamaban.

Unas mascarillas, por cierto, que habían sido recomendadas por un comité científico que no existió jamás y que están hoy en el centro de una trama de corrupción gubernamental cuyo perímetro está todavía por determinar.

¿Cuenta el comité asesor científico que jamás existió como «bulo del Gobierno reproducido sin rechistar por los medios públicos»?

¿O de este bulo colosal no hablamos?

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Mi segundo problema, y quizá el que más me toca las narices, es que algunos de los trabajadores con más visibilidad de RTVE hayan promovido un manifiesto en el que se difama a los periodistas que no pertenecen al círculo de la Moncloa.

En realidad, lo que están pidiendo en ese manifiesto es censura. Censura para los demás, claro. A ellos no hace falta censurarles porque nunca dicen nada que pueda molestarle al Gobierno.

En el manifiesto no se pide explícitamente censura, por supuesto. Se da por supuesta.

Ellos son más agrestes. Hablan de «golpismo de la derecha mediática». De «bulos, falsedades y acoso» sin especificar de qué bulos, de qué falsedades y de qué acoso hablan.

Tampoco refutan una sola de esas informaciones que ellos califican de «golpismo». ¿Para qué refutar haciendo periodismo cuando puedes hablar de «golpismo mediático de la ultraderecha» y ahorrarte trabajo? 

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La combinación de las dos circunstancias anteriores es, como intuirán, compleja.

Porque si el Gobierno censura a los medios, los medios no publicaremos noticias.

Y si los medios no publicamos noticias, ¿cómo voy a ganarme ese salario del que el Estado me arrebata luego más del 50% para pagar los sueldos, algunos de ellos millonarios, de los 6.600 trabajadores de RTVE?

Comprendan mi dilema. Si me censuran no puedo ejercer el periodismo, y entonces no cobro. Y si no cobro yo, no cobran ellos.

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Dice Rebeca Argudo que el dilema no es entre periodistas que publican bulos y periodistas rigurosos, sino entre periodistas que piden censurar a otros periodistas y periodistas que no quieren censurar a nadie.

Entre totalitarios y demócratas, vaya.

Lo cierto es que los bulos, las mentiras contadas a sabiendas, son hoy un fenómeno puramente marginal en el periodismo español, aunque muy habituales en el escenario político. El mismo presidente dijo este lunes que Feijóo había mandado a su mujer Begoña Gómez poco menos que a la cocina.

Lo dijo sin que nadie le pidiera pruebas de tan extraordinaria afirmación.

Como si Feijóo dice que Sánchez se ha otorgado el derecho de pernada sobre todos los españoles, y al periodista ni siquiera se le ocurre preguntar «perdone, señor Feijóo, ¿cuándo ha dicho eso Sánchez?«.

Así que eso, lo de Sánchez, fue un ejemplo de libro de bulo. Una mentira contada a sabiendas para generar odio. Para esparcir fango y hacer todavía más alto el muro con el que el presidente pretende dividir a los españoles.

Y de ese tipo de bulos hay muy pocos en la prensa española.

Y cuando aparecen, lo hacen en los márgenes. En boca de agitadores minoritarios a los que nadie en la profesión considera periodistas y a los que sigue una parte muy pequeña de los ciudadanos.

Son irrelevantes, e incluso eso es darle una importancia que no tienen.

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El resto no son bulos, sino otra cosa. Si un periodista dice que Pedro Sánchez ha sido el peor gobernante español desde Fernando VII, eso no es un bulo, por mucho que a Sánchez pueda molestarle la comparación. Es una opinión.

El caso es que yo jamás censuraría los bulos de otros medios. Ni siquiera los de los medios públicos, que son los que deberían extremar más la prudencia porque están trabajando para todos los españoles y no sólo para los que votan a Sánchez.

Y se lo explico con un ejemplo.

A diferencia de esos periodistas de medios públicos que hablan de «golpismo mediático», y a los que hay que subsidiar de forma obligatoria porque el Estado me amenaza con la cárcel si no lo hago, yo me someto cada día a la voluntad de los lectores.

En mi caso, existe una correspondencia directa entre mi salario y el valor mercantil y profesional que mi empleador me atribuye.

Pero esa correspondencia no existe en los periodistas de los medios públicos. Su valor no es mercantil ni profesional, sino político.

Es decir, su valor es una fantasía. Y las fantasías tienen la particularidad de que suelen pagarse a un precio muy superior al de las realidades tangibles.

Y lo mínimo, ya que estoy pagando garbanzos a precio de caviar, es que el garbanzo no me acuse de golpismo cuando el presidente ha puesto en marcha una campaña contra la prensa libre.

Digo yo. No ya por compañerismo, sino por interés. Porque algún día gobernaran los otros y entonces me va a tocar a mí, el «ultraderechista», salir a defender a la que hoy anda pidiendo que el Gobierno me triture.