ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • No se puede intimidar a nadie en el AVE, pero no se puede demorar más una concentración en la Moncloa hasta que Sánchez dé explicaciones
Hace unas semanas, cuando cruzaba un paso de cebra rumbo a las instalaciones de Mediaset, un señor de esa edad incierta que oscila entre los 55 y los 70 a poco que te cuides, me increpó violentamente, a voz en grito, con epítetos y advertencias que tal vez tengan éxito en El Chiringuito pero, en la vida real, suenan amenazantes.
No fue a más y no suele ser lo habitual. Es más probable que te paren en la calle para saludarte, darte las gracias, animarte o hacerse una foto que para evacuar sobre tu madre, tus antepasados y tú mismo. La gente aún conservamos cierto civismo y, por lo general, nos callamos nuestros odios y celebramos nuestras coincidencias, que es lo prudente.
Volví a cruzarme con aquel tipo días después, en una situación algo más comprometida. A diferencia de en su estreno, rodeado por un público sorprendido por la escena, nos encontramos en un callejón solitario, a plena luz del día, sin espectadores para comentar las jugadas ni para condicionarlas.
Yo no le reconocí, pero él a mí sí. Aunque su arranque volvió a ser algo hiperventilado, más por su brusca voz que por el lenguaje corporal o el contenido de su discurso, rápidamente se disculpó, me contó su vida y se quedó encantado al ver que no me comía a los niños y era capaz de entender su punto de vista en muchas cosas, sin necesidad de que lo compartiera.
Creo que esa escena arroja una pequeña lección, saludable y al alcance de cualquiera. No hace falta estar de acuerdo en todo, ni siquiera en asuntos importantes, para respetarse un poco.
La mayoría de las personas coincidimos además en lo sustantivo de la vida, aunque a menudo la agenda pública ponga el acento en lo que separa y colapse con ello la conversación social, tan deseosa de excavar trincheras y fabricar bandos artificiales, más fáciles de estabular y movilizar al reclamo de consignas políticas infantiles.
Esto vale para el señor que interceptó a Óscar Puente en el AVE, y también para el político en cuestión. Las imágenes no permiten acusar al primero de agredir a nadie, pero tampoco de comportarse con la educación que merecemos todos: nadie es lo suficientemente público como para no tener derecho a la intimidad; como nadie público tiene una privacidad absoluta en aquellos asuntos ubicados en su esfera institucional.
Aquí hemos visto, en la misma semana, a un presidente en funciones despreciando al Parlamento y negándose a responder a preguntas bien sencillas sobre su disposición a renovar el cargo a cambio de conceder una amnistía y un referéndum tal vez, dos concesiones inconstitucionales que escapan de sus atribuciones y solo puede regalar con una cacicada impropia de una democracia.
Y ante ese silencio, que es una declaración de intenciones perversas, todo se llena de ruido impropio cuando alguien se cruza en un tren con un colaborador del dirigente mudo y se toma la justicia por su mano.
Es un error, y un exceso, aunque entre el hostigamiento y la agresión haya una diferencia que puede gestionarse como Puente, llevándola al terreno de la exageración, o como servidor, echando una charla de algunos minutos con el ciudadano en cuestión.
Nada de esto pasaría si Sánchez cumpliera con sus responsabilidades más elementales y acatara la primera obligación del cargo: dar explicaciones concretas al país que quiere gobernar sobre asuntos relevantes que pueden cambiarlo, con un impacto inmenso en la convivencia, en su prosperidad e incluso en su existencia.
A Puente hay que dejarlo que viaje tranquilo en un tren, por supuesto, pero con Sánchez urge concentrarse masivamente frente al Congreso y la Moncloa, con una vela si es de noche y una simple pregunta si es de día, hasta que la responda con pelos y señales: ¿qué está usted haciendo con Puigdemont, Otegi y Junqueras, señor presidente en funciones?