- Cuba zozobra en la sombra. Y nadie quiere ya recordar que existe. Es demasiado amargo para todos. A izquierda como a derecha, todo el mundo le rio las gracias a la banda de asesinos que capitaneaban los hermanos Castro
Era muy al inicio de la toma del poder por Fidel Castro. Y nadie aún en Europa tenía demasiada idea de lo que de verdad estaba pasando en la isla. Para las cabezas más brillantes de la izquierda europea era un alivio soñar horizontes exóticos de un festivo Caribe socialista. La horrible matanza en Budapest de los tanques rusos pesaba como una lápida sobre los sueños de antaño. Y aquellos a quienes 1956 impuso la evidencia del despotismo soviético, huyeron a buscar un socialismo menos hosco bajo el sol de los trópicos. El exotismo es en política un pésimo consejero. Aquellos que soñaban paraísos despertarían en un aún más agrio infierno.
Marzo de 1960. Jean-Paul Sartre cae en el más grave de sus errores políticos. Visita en Cuba al entonces joven caudillo revolucionario. Castro, como será siempre norma en él, se pierde en prolijas alucinaciones de mundos felices por él regentados. El paraíso está a la vuelta de la esquina y el mesiánico Comandante se encargará de dar a cada cubano todo cuanto cada cubano pida. A medias hipnotizado y a medias estupefacto, Sartre —cartesiano al cabo— objeta tímidamente: «¿Y si le pidieran la luna?». Y ahí ya el delirio del joven Castro se dispara: «Si me pidieran la luna, es que estaban necesitándola y habría que dársela. Todo lo que piden, sea lo que sea, tienen derecho a tenerlo».
Seis decenios más tarde, y con el dictador ya muerto, la profecía del Comandante se ha cumplido. Y los cubanos no tienen ya otra luz con que alumbrar sus noches que la que su hermosa luna caribeña pueda regalarles. Lo demás, todo lo demás, se lo arrebataron los hermanos Castro, se lo arrebatan ahora sus herederos. La Cuba que antes de la revolución era una de las sociedades más ricas de América, es hoy un páramo moribundo. Sobrevivió en la Guerra Fría, parasitando a la URSS que, a bajo precio, hizo de ella un portaaviones a tiro de piedra de los Estados Unidos. Cuando la URSS cayó a plomo, el portaaviones fue alquilado a los grandes del narcotráfico: cárteles colombianos, narcodictadura venezolana de Chávez y Maduro… Y todo en Cuba siguió naufragando en la herrumbre. Hasta este presente en el cual las obsoletas centrales eléctricas sucumbieron a la vejez y a la incuria.
Cuba zozobra en la sombra. Y nadie quiere ya recordar que existe. Es demasiado amargo para todos. A izquierda como a derecha, todo el mundo le rio las gracias a la banda de asesinos que capitaneaban los hermanos Castro. La izquierda intelectual europea, la primera. La española, de modo preeminente. Pero no solo. ¿Se acuerda alguien de las fotos de un jovial Felipe González compartiendo mulata y puro con el aún más jovial dictador cubano? ¿O le viene a alguien tal vez a la memoria la casi idéntica iconografía de Manuel Fraga en la Habana?
La Cuba de los Castro fue el teatro de los mayores deshonores de la política europea del siglo XX. Y, en aún más alta medida, de los políticos españoles. La Cuba de sus herederos es hoy esta devastación de la cual nadie quiere ya acordarse.