Otegi inmaculado

LIBERTAD DIGITAL 20/04/16
EMILIO CAMPMANY

Las elecciones del 26 de junio podrían ser una bendición, aunque me temo que no ocurrirá tal cosa, pues la mayoría de los electores tendremos que escoger entre un elenco de fracasados. En política lo normal es que aquellos que prometen y no llegan se queden en el camino, dando paso a otros. El éxito se premia y el fracaso se castiga. Pero España no es un país normal; aquí nos hemos ido acostumbrando a que los políticos se apalanquen en los resortes del poder aunque vayan de frustración en frustración, perdiendo votaciones, abandonados de su anterior prestigio y proporcionando un espectáculo deplorable. Los líderes derrotados se consideran imprescindibles y no hay manera de que se aparten.

En diciembre tuvimos unas elecciones generales que no han dado lugar a nada. No hay nuevo gobierno y las Cortes parecen una jaula de grillos. Han pasado los meses y los políticos han sido incapaces de arbitrar los pactos que serían necesarios para sacar adelante el país. Porque, no se olvide, los electores, que nunca nos equivocamos, no se lo hemos puesto fácil al fragmentar en exceso la representación parlamentaria. Pero que no sea fácil no significa que resulte imposible, pues es evidente que, liberados de prejuicios infundados, pasiones desenfrenadas y ambiciones desmesuradas, había espacio para el juego de la negociación y el acuerdo.

No ha sido así y los tres contendientes que han participado como actores principales de este drama no han llegado a nada, se han quedado desnudos de apoyos y han sido incapaces de ofrecer a los ciudadanos una solución para hacer gobernable el país. Podrían escudarse en sus partidos para diluir su responsabilidad, pero ese cuento ya no lo cree nadie porque en esas organizaciones hay un personalismo desmesurado y al fin y al cabo son poco más de lo que determinan sus líderes. Por eso, con toda justicia, podemos decir que Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Albert Rivera son unos fracasados y que deberían abandonar la arena política.

El líder del PP no llegó al nivel de representación que pretendía para, desde una posición minoritaria aunque relativamente cómoda, asegurar su continuidad. Le faltó un puñado de diputados y se quedó en una radical soledad. Creía que, aun así, le quedaba alguna oportunidad porque, como realmente ha ocurrido, para los demás resultaría muy complicado llegar a la mayoría que la aritmética parlamentaria exige. Y entonces, impulsado por esa pachorra conservadora que ha caracterizado toda su trayectoria en el gobierno, se sentó a esperar. Ahí sigue porque le fallaron los cálculos y el Rey, lejos de la parsimonia, le encomendó a Sánchez la investidura.

Este último se las prometía muy felices pensando que bastaba el veto a Rajoy para ser encumbrado hacia la presidencia del gobierno. Pero la tarea era mucho más difícil de lo que parecía, no sólo en virtud de la aritmética, también porque para suscitar adhesiones no basta con decir que uno lo va a derogar todo, sino que es necesario tener propuestas específicas para los grandes problemas nacionales, incluyendo los territoriales. La estrechez intelectual de este individuo es paradigmática de los políticos de nueva generación, hechos en las estructuras del partido a la medida de quienes, en cada momento, ostentan el poder y, por ello, dúctiles hasta que llegan a la cumbre e inflexibles posteriormente. De su fracaso dan cuenta sus múltiples y contradictorias declaraciones, hechas más para epatar en un tuit o en un total televisivo que para marcar una línea de pensamiento, así como su patética apelación al apoyo pasivo de Podemos.

El único que acabó encandilado por Sánchez fue Rivera. No sabemos si por la bisoñez de su partido o porque esperaba más de Rajoy, Ciudadanos acabó enganchado al PSOE defendiendo, incluso más allá de lo esperable, un pacto que su socio estaba dispuesto a tirar por la borda si hubiera tenido ocasión para asociarse con Podemos. Y de paso el partido naranja soportó a este último en una negociación que duró poco, pero que resultó significativa de su orfandad política y programática. Al final, Rivera ha sido arrastrado por los acontecimientos al no dar por cerrado ese pacto una vez que se constató su rechazo en el Congreso de los Diputados. Y ha sucumbido en el mismo fracaso que el PSOE, pues no sólo no ha llegado al gobierno sino que ha desdibujado el mensaje regenerador con el que se presentó a las elecciones.

Los tres líderes han visto malogrado su proyecto de hacerse con el poder para esta legislatura, uno por su pachorra, otro por su inflexibilidad y el último por su candidez. Y ahora pretenden presentarse con su fracaso a unas nuevas elecciones en vez de asumir la responsabilidad de marcharse con dignidad tras haber demostrado su incapacidad para dar una respuesta política a una situación compleja. Sus movimientos, desde hace semanas, se limitan a endilgarse mutuamente las culpas de tan nefasto resultado, cuando no a sugerir que, al fin y al cabo, los equivocados son los electores. ¡Que se vayan! ¡Que no vuelvan a encabezar las listas electorales! España no está, a estas alturas de la crisis política que se ha ido desarrollando en los últimos años, para volver a experimentar con los que han demostrado su incompetencia. Que dejen el sitio a otros dirigentes que, armados con el sustrato ideológico de sus respectivos partidos e investidos de una mayor tolerancia, sean capaces de encauzar los nuevos consensos sobre los que asentar la continuidad de nuestro sistema democrático. Solo así las nuevas elecciones que están prontas a convocarse podrán servir a una genuina renovación política de la sociedad española sin violentar la Constitución de 1978.