Tomás Cuesta, ABC, 16/10/12
Otegui significa cero. Desde pequeñito, cuando soñaba con ser el épico jugador de fútbol que no estaba capacitado para ser
MARIANO Alonso y Luis Fernando Quintero (dos periodistas jóvenes pero sobradamente fogueados en las trincheras del rigor y de la independencia) han puesto en circulación un libro, «Otegi, el hombre nuevo», que airea sin tapujos las fétidas vergüenzas del matón irredento y desempolva, en paralelo, la miseria moral de cuantos consiguieron que el rebaño, extasiado, balase (babease) al son del lobito bueno. En la biografía en crudo del supuesto hombre nuevo —esa vieja milonga con la que Ernesto «Che» Guevara se doctoró a sí mismo en humanitarismo a tumba abierta— se da cumplida cuenta del historial macabro del terrorista Otegi, de la doblez palmaria del político Otegi, de la ambición bulímica del mediador Otegi, del pasmoso descaro con el que el reo Otegi se asigna el papel de mártir cuando jamás se arriesgó a serlo.
Nada hay de excepcional en el perfil de un personaje que ni siquiera como sublimación del mal consigue alzar el vuelo. Otegui significa cero. Desde pequeñito, cuando soñaba con ser el épico jugador de fútbol que no estaba capacitado para ser. Luego, en su acceso casi funcionarial a la condición de gudari vasco con residencia familiar del otro lado de la frontera. Finalmente, en un papel de protagonista político que le prestaban sólo los que de verdad sabían de qué iba todo aquello: los que manejaban las armas. Su pequeñez, no obstante, es lo que le engrandece. Su mezquindad le hermana con quienes le jalean. Su farfolla chulesca es menos indecente que los obscenos bisbiseos con que le calentaron las orejas. Aquí Otegi, un amigo. Aquí Zapatero, el jefe. Una infinita ansia de paz y una capacidad insaciable de trasegar mentiras y ensalivar infamias.
Lo que Alonso y Quintero retratan es la quintaesencia de un personaje chestertoniano. No el hombre que fue jueves, el hombre que fue nada, y lo será nunca. Sólo sombra. Sombra de otros. Y sólo en tanto que sombra protagonista. Hasta su milenarismo suena, más que al trompeteo wagneriano de rigor a la hora de alzar campos de exterminio o de largar tiros en la nuca, al provinciano cuplé doméstico de las sanas tradiciones familiares. Todo Otegui está en esta fórmula extraordinaria del héroe local abertzale, con la cual abren el libro sus dos autores. Vale por todo un tratado de vascología: «El día en que en Lekeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías, y se oiga música americana, y todo el mundo vista ropa americana, y deje de hablar su lengua para hablar inglés, y todo el mundo en vez de estar contemplando los montes esté funcionando con Internet, pues para nosotros ése será un mundo tan aburrido tan aburrido que no merecerá la pena vivir». Y lo de que «no merezca la pena vivir», ha tenido en el País de estos últimos treinta años un contenido muy poco metafórico. Si la vida de alguien —hamburguesas, rock, Levi’s… puagh— no vale la pena ser vivida, liberarlo del sufrimiento será caridad cristiana en el manual del buen etarra.
¡Muerte a McDonalds y a Bruce Springsteen! ¡Y que vivan la kokotxa y el zorziko! ¡Y todos a mirar montes y prados, no sea que a alguien se le ocurra abrir un perverso libro! Ni al Lenin de las horas más inspiradas se le hubiera ocurrido una consigna más movilizadora ni más cargada de futuro y Goma 2.
El domingo que viene sabremos con certeza si las urnas deslucen o avalan el retrato que dos periodistas jóvenes (pero sobradamente fogueados) han interpuesto entre el silencio y el olvido, entre los cabildeos y los cálculos. Si es la hora de los aterradores «hombres nuevos».
Tomás Cuesta, ABC, 16/10/12