José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Ocurre que el propio Otegi —definido tan frívolamente como ‘un hombre de paz’— es la representación de tantas crueldades que su propia presencia induce al escepticismo de unos y a la aversión de otros
Las dimensiones de la tragedia que ha causado el terrorismo de ETA son colosales. Más de 860 asesinatos, decenas de secuestros, miles de extorsionados, decenas de miles de transterrados, destrucción incalculable de la economía vasca, coacciones, miedo, horror. Y todo eso ocurrió durante la democracia. El 95% de las acciones terroristas de ETA fueron posteriores a 1978, después de una ley de amnistía en 1977, de una Constitución que consagraba el autogobierno de las nacionalidades —entre ellas, la vasca— y reconocía los derechos históricos de los territorios forales en su disposición adicional primera, de un Estatuto de Autonomía en 1979 que constituía por primera vez en la historia esa entidad llamada Euskadi y, en fin, de una ley de concierto económico de 1981 que restablecía el sistema ‘paccionado’ con el Estado instaurado en 1878.
ETA no fue la expresión del antifranquismo. ETA fue la expresión de la hostilidad criminal contra España. Por eso, combatió más la democracia que la dictadura, aunque esta le sirviera de coartada. Los etarras gozaron de contextos sucesivos de complicidad, de colaboración y de justificación, formulados por un nacionalismo vasco que perpetró su gran pecado histórico en el llamado Pacto de Estella (1998) cuando, tras la primera reacción de una sociedad vasca hegemonizada por el PNV a propósito del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, los dirigentes de ese partido, de los sindicatos ‘abertzales’ y de las formaciones proetarras presintieron que podrían ser arrollados.
ETA fue derrotada operativamente por la acción policial y judicial, por la cooperación internacional —tardía—, en mucha menor medida por la reacción social en el País Vasco, y en ínfima proporción por la intervención de los ‘facilitadores’ internacionales, esos especialistas de laboratorio en ‘conflictos’ que fueron llamados al Palacio de Ayete en San Sebastián para oficiar el funeral y entierro del cadáver de ETA que ya estaba en descomposición. Y para tunear la derrota terrorista.
Otegi, en su declaración de ayer, libera de presión a Sortu —heredera de HB— y a una parte de la sociedad vasca enrocada en que ETA fue una manifestación de un ‘conflicto’ entre Euskadi y los Estados español y francés. Un supuesto conflicto legitimador que provocó un eufemístico ‘daño colateral’ (asesinados, secuestrados, heridos, arruinados, transterrados). Dice sentir que la tragedia aconteciese. Dice que se compromete a mitigar el dolor de las víctimas. No es posible rechazar de plano esta especie de contrición. Pero los hechos no pueden ser sustituidos por las palabras.
Y los hechos son, aquí y ahora, que al menos 300 atentados no han sido judicialmente esclarecidos porque los etarras no colaboran con la Justicia; los hechos son que se sigue recibiendo pública y festivamente a los excarcelados como ‘gudaris’ y no como criminales; los hechos son que no se ha reparado a los perjudicados en sus bienes y haciendas por las acciones terroristas; los hechos son que el partido de Otegi y su coalición ‘rechaza’ pero no ‘condena’ las violencias que todavía se producen. El hecho esencial, el fundamental, es que no hay deslegitimación de lo que hizo ETA. Y lo esencial es que la continuidad política de ETA la encarnan, precisamente, Arnaldo Otegi, su partido y su coalición.
La historia avanza a ritmos diferentes. Vertiginosos, en muchos casos. Lentos, en otros. A los vascos nos ha tocado que la catarsis precisa se haga esperar. Quizá —lo ignoro, porque habrá que estar a lo que suceda de hoy en adelante— las palabras de Otegi puedan ser un principio. Ojalá. Pero dejémoslo en su literalidad y estemos atentos a la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Ocurre que el propio Otegi —definido tan frívolamente como ‘un hombre de paz’— es la representación de tantas crueldades que su propia presencia induce al escepticismo de unos y a la aversión de otros. Él es ahora el rostro del sufrimiento que pretende mitigar.
¿Qué pretenden Otegi y Bildu? ¿Acaparar la efeméride? ¿Blanquear su connivencia con ETA? ¿Desarrollar una estrategia de alcance al PNV?
No le van a faltar a Otegi los parabienes por sus palabras. Las van a alabar desde el norte y desde el sur del espectro político. Ocupan ya un amplio espacio informativo y en la víspera del aniversario de la disolución de ETA —hoy— suplantarán el protagonismo de las víctimas y de la propia democracia española. Ocurre que cuando se conoce bien al ‘abertzalismo’ tan próximo a lo que fue y representó ETA se produce una alerta automática: ¿qué pretenden Otegi y Bildu? ¿Acaparar la efeméride de mañana? ¿Blanquear su connivencia con ETA? ¿Desarrollar una estrategia de alcance al PNV y sustituirlo en la hegemonía nacionalista al modo de ERC en Cataluña? ¿Lograr respetabilidad en el escenario político presente y venidero o revalidar la ya obtenida con sus pactos con el Gobierno de coalición?
Todas estas son preguntas pertinentes. También lo es alentar la esperanza de que Otegi y tantos otros como él estén siendo sinceros. Es improbable, pero no imposible. Escribió María Zambrano que “no se pasa de lo posible a lo real, sino de lo imposible a lo verdadero”. Que Otegi haga verdadero lo que a muchos parece imposible. Ese es su reto.