MANUEL VALLS NICOLÁS REDONDO TERRERO
Los autores defienden una política de pactos entre partidos constitucionalistas que permitiría impulsar las reformas que necesitamos y aglutinaría alrededor del proyecto europeo a lo mejor de España.
Hoy España puede, sin embargo, realizar una política europea opuesta a la que parece expresar rotundamente el pensamiento orteguiano si nos quedamos en la superficie de su recurrida expresión. El Reino Unido ha decidido darse a la fuga, dividido y desconcertado por su reciente incapacidad para unir la tradición y el futuro, como había conseguido hacer durante siglos; e Italia, por desgracia, se mueve como en otros tiempos hacia el pasado en la búsqueda de una grandeza que no recuperará. Nosotros, España, sin embargo, aun con problemas que nos parecen gigantescos al mirarlos desde muy cerca, estamos en condiciones de ser protagonistas con Francia y Alemania de los nuevos y necesarios pasos de la Unión. Por primera vez podemos contribuir a que Europa no sólo tenga historia, como los grandes y cansados países que declinan, sino que siga haciendo historia, ahora junto a grandes naciones como EEUU, China, Rusia e India. Tenemos la ocasión, tenemos la energía política, y sólo necesitamos tomar la decisión de hacerlo a través de un proyecto político que una a la mayoría de los españoles en esa gran aventura.
Ser protagonista de la Europa del futuro debe ser el proyecto que una a las expresiones políticas moderadas, reformistas y progresistas de España. Para conseguirlo, los partidos que representan estas tendencias ideológicas deben salir de la política que empequeñece lo grande y magnifica lo que no tiene importancia; deben olvidar las políticas que encuentran su más plena satisfacción en lo más doméstico y abrazar las grandes ideas que hoy mueven el mundo. En el siglo XIX los españoles no fueron capaces de ser protagonistas plenos de la revolución industrial, empeñados en seguir en un asfixiante ensimismamiento e ignorando desdeñosamente lo que acontecía en el exterior. Hoy tenemos de nuevo la posibilidad, con el resto de la Unión, de engancharnos a esa revolución tecnológica, que a la vez ilusiona y amenaza con los cambios más profundos que nunca hubiéramos imaginado. Enfrentar esos retos con energía sería la característica fundamental de la nueva y buena política; seguir en las trincheras, dominados por extremismos populistas o nacionalismos de andar por casa, sería la expresión de una política tan pobre como vieja, tan sectaria como autocomplaciente.
La Transición se caracterizó por la expulsión de la política nacional de los grandes vicios que la habían dominado durante siglos. Los protagonistas superaron la atracción imperiosa y miope de las trincheras, tuvieron capacidad para comprender las razones de los adversarios, empeñándose en llevar a cabo políticas moderadas y, a la vez, de progreso; y huyeron de los programas últimos y más radicales de sus respectivos partidos. A ese gran pacto de generosidad y renuncia sólo se mostraron radicalmente contrarios los terroristas etarras y sinuosamente reticentes los nacionalismos denominados moderados. Hoy, en sucesivas elecciones, los ciudadanos españoles han abierto la posibilidad de volver a esa política de entendimiento en las grandes cuestiones que nos afectan, y rechazarla sería una gravísima frivolidad, sólo entendida por el triunfo entre nuestros políticos del egoísmo tribal sobre los intereses generales. Tal vez iría mejor a todos los españoles si nuestros representantes pusieran más interés en imitar a sus antecesores que en nombrarlos, muchas veces exclusivamente para tapar alguna vergüenza.
En los ámbitos locales y autonómicos han prevalecido los intereses más cercanos a las siglas, dando una imagen desagradable de desordenada rebatiña. Pero los políticos españoles todavía tienen tiempo de disminuir hasta la nada esa perjudicial representación de su insaciabilidad. Son, en estos momentos de la nueva legislatura, tres los impedimentos para dedicar nuestro esfuerzo positivo a los proyectos políticos, a las ideas que condicionarán los próximos decenios: el empecinamiento de los independentistas catalanes, el futuro de Navarra y, por último, no podemos olvidar que nuestro futuro dependerá en gran medida tanto de la composición del próximo Gobierno como de los apoyos parlamentarios con los que cuente los siguientes cuatro años.
En Cataluña, los independentistas siguen sin saber que todo va contra ellos. El Estado ha demostrado que en los momentos de máxima desorientación es más poderoso que cualquier movimiento independentista amparado por la Generalitat; el tiempo que transcurra sin que entren en razón conseguirá principalmente perjudicar más a la sociedad catalana. Pueden todavía tener esperanza y engañar a una parte de la ciudadanía por la falta de unión entre los partidos nacionales y su consecuencia más evidente, la inexistencia de una estrategia compartida. Pero aun con el gran problema planteado por los independentistas, expresión genuina de los más antiguos y emponzoñados conflictos de nuestro pasado, podemos encarar los más próximos grandes retos: adaptación de España a la realidad que dibuja la revolución tecnológica y hacer con nuestros vecinos de la UE una realidad influyente en todos los ámbitos de la política exterior.
Navarra es el oscuro objeto de deseo de los nacionalistas. Es, en gran medida, un objetivo posible y cercano al estar incluida tal posibilidad en la propia Constitución. Es más realista que otros planteamientos, que podemos trasladar al lejano hogar de las quimeras, como la anexión del País Vasco francés. Es su última justificación para ser un sujeto apreciable de la Historia. Desde luego tienen los nacionalistas derecho a pretender su objetivo, pero nosotros tenemos la obligación de impedirlo con todos los medios democráticos que estén a nuestro alcance. Porque les fortalecería peligrosamente y en la misma proporción debilitaría nuestro proyecto común, porque va en contra del sentido de la Historia, porque su triunfo sólo sería posible a través de la imposición de una ideología cerrada con más pasado que futuro, que haría más gravosa la vida a la mayoría de los navarros.
EL PSNha permitido que Navarra Suma gobierne en ayuntamientos como Pamplona y Estella y hoy no hay motivos para dudar de su compromiso constitucional. Pero en encrucijadas históricas como la de esta comunidad foral siempre aparecen los que, debiéndoseles mucho, no disfrutan plenamente de los éxitos. Al PSN le corresponde un protagonismo ingrato y frustrante, habiendo obtenido un resultado insuficiente para gobernar; está muy cerca de poder hacerlo, pero para ello, de una forma u otra, antes o después, necesitaría los votos legales y a la vez indeseables de Bildu… Siempre es más ingrato el fracaso cuando el éxito ha estado al alcance de la mano.
Tal vez la forma más prudente y pedagógica de plantear la cuestión de Navarra habría sido un pacto por el cual las formaciones constitucionales gobernaran distintas instituciones de la Comunidad, pero, habiéndose llegado a esta situación, la mejor solución sería un acuerdo para que gobierne la lista más votada. Un pacto de esta naturaleza evitaría peligrosas compañías y también trasladaría un mensaje del PSOE rotundo a esos Jeremías de ocasión y profesión que, además de predecir catástrofes apocalípticas, trabajan denodadamente para que se cumplan. Los intereses de la mayoría de los navarros requieren del esfuerzo de los socialistas navarros, pero sus consecuencias saldrán de la Comunidad Foral y serán percibidas por toda la política española.
Sin que la solución navarra sea causa suficiente o consecuencia clara permitiría, sin embargo, espacios más amplios en la política nacional, abriendo la posibilidad de pactos transversales entre quienes representan visiones políticas diferentes dentro del constitucionalismo. Esos acuerdos posibles garantizarían estabilidad y políticas moderadas, de progreso, ampliamente compartidas por la sociedad española según indican las diferentes elecciones celebradas escasamente hace unas semanas.
Los consensos posibles y requeridos en este artículo permitirían al Gobierno, sin rehuir la inevitable disputa política, enfrentar ese futuro que ya nos avasalla con ilusión, derrotando a fuerzas que representan en gran medida los fantasmas de nuestro pasado o saltos en nuestra Historia, que siempre han terminado en frustración o reacción. Una política de pactos permitiría impulsar las reformas que necesitamos y nosotros defendemos, conseguiría además aglutinar alrededor de ese proyecto europeo que proclamamos a lo mejor de España, volviendo a ratificar el espíritu y la voluntad que dominaron a los protagonistas de la Transición.
Manuel Valls es concejal del Ayuntamiento de Barcelona y Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.