La sociedad vasca no tiene futuro si el nacionalismo sigue devaluando el concepto de ciudadano, porque sin éste no hay ni derecho ni libertad; si en lugar de celebrar lo único que a lo largo de su historia le ha permitido actuar como sujeto político unido lo denigra con falsas excusas, lo sacrifica como víctima propiciatoria para que la bestia deje de matar.
En estos momentos de nuestra historia en los que hemos conseguido seguir fijados en la situación previa al Estatuto en lugar de avanzar hacia el futuro, el sueño de ETA y Batasuna -volver a replantear el futuro de Euskadi como si en 1979 no se hubiera producido ninguna decisión popular, democrática y legítima-, sueño en el que, al parecer, quiere acompañarle el resto del nacionalismo, la concesión por parte del Gobierno vasco de la medalla al empeño profesional de toda una vida al abogado donostiarra Juan María Bandrés ofrece la oportunidad de preguntarse si lo que ha sucedido no tenía más remedio que haberse producido tal y como lo ha hecho.
Si los distintos planes Ibarretxe poseían la virtualidad de ser el mismo con diferentes ropajes, ETA/Batasuna también lucha por vestir con nuevos trapos su negativa violenta a aceptar la decisión voluntaria y libre de los vascos de aprobar el pacto estatutario. Y en ese empeño -desde el eslogan de que la amnistía no se negocia hasta la última tregua- ahora pretende vestirse con el traje que le ofrece su Némesis, el llamado nacionalismo democrático, un traje cosido con la contradicción de que es preciso condenar la violencia -aunque la fórmula elegida para ello sea total y radicalmente ambigua- para alcanzar exactamente lo mismo que ETA ha querido alcanzar con el uso del asesinato, la bomba y la violencia callejera.
Es decir: ETA/Batasuna estarían dispuestas a dejar la cuestión de la violencia y el terror en una especie de limbo lingüístico a condición de que se garantizara por el resto del nacionalismo que Euskadi llegará al punto al que debía haber llegado en el momento de la Transición, al de la ruptura contra la Constitución española. Así podrían exclamar con el refrán español que nunca es tarde si la dicha es buena.
Si ETA/Batasuna siguen queriendo resolver a su favor la alternativa que se les presentaba a los vascos en el momento de apostar o no por el Estatuto de Gernika, el resto del nacionalismo quiere volver a la situación previa a la misma decisión vía superación de lo conseguido, usando para ello la excusa del incumplimiento no del Estatuto, sino de la interpretación nacionalista que del mismo ha hecho. A pesar de que la memoria de los últimos diez años pone de manifiesto que la verdadera razón para dar por liquidado al Estatuto ha sido, y sigue siendo en el fondo, dar razón a ETA para que deje de matar, pero intentando que no se note.
A veces se pueden escuchar voces que dicen que la sociedad vasca no tiene remedio. Y es comprensible el exabrupto porque seguir escuchando del partido vasco con mayor representación parlamentaria que la desgracia de Euskadi comienza con la introducción del concepto de ciudadanía en las cortes de Cádiz exige muchas tragaderas. Realmente no tenemos remedio si el remedio pasa por volver al Antiguo Régimen, que es lo que realmente parece desear el conjunto del nacionalismo.
Pero pudo ser de otra manera. Había ideas, proyectos, argumentos, planteamientos para que la historia no condujera a la sociedad vasca a verse a sí misma, obligada por los dos nacionalismos que pugnan por ser sólo uno, anclada en 1979. Hubo quien vio la necesidad de desligar radicalmente la política de la violencia terrorista. Hubo quien apostó por el autogobierno desde la concepción de la democracia ciudadana. Hubo quien entendió que no hay política democrática sin ciudadanos. Hubo quien entendió que la Constitución española y el Estatuto abrían precisamente el camino a la política democrática, a las libertades y derechos ciudadanos, al autogobierno. Y hubo quien entendió que, sin negar el valor de los sentimientos, política democrática significa la capacidad de reconducir esos mismos sentimientos por los caminos del debate racional.
Juan María Brandés encarna perfectamente todo lo que dice el párrafo anterior. En la actuación política de Bandrés aparece con toda claridad una forma de entender la política vasca anclada en los valores democráticos, en la negación del terrorismo, en los derechos ciudadanos, en el autogobierno, en la racionalidad. Hubo un momento en la historia de estos últimos treinta años en el que todos esos valores parecían posibles, en el que se pudo creer que sobre ellos se podía trazar una política que sirviera para salir de nuestros ancestrales divisiones y atascos políticos.
Hubo incluso momentos en los que el nacionalismo institucional parecía dispuesto a abrir sus puertas a esas ideas, a esos planteamientos políticos. Hubo momentos en los que el nacionalismo gobernante previo a la apuesta excluyente de Estella/Lizarra podía dialogar con facilidad con esa línea política, en la que podía ver un compañero de camino hacia el futuro.
Pero esa otra Euskadi que tan bien encarna Juan María Bandrés se vio truncada. El camino hacia el futuro de Euskadi se vio imposibilitado por el peso y las inercias ancestrales, por los dogmas religiosos transformados ahora en dogmas políticos y volcados en la legitimación directa o indirecta de la violencia y del terrorismo. El pueblo por encima de los ciudadanos. Los sentimientos por encima del derecho y de las leyes. La apuesta por el todo o la nada. La tentación permanente del carlismo, la tentación del antisistema. La preferencia por los modos y los términos del Antiguo Régimen -pacto con la corona, foralidad sin sujeción parlamentaria, casa y solar en lugar de espacio público, confederación en lugar de federalismo-, por encima de las virtudes del parlamentarismo y de la cultura constitucional. El ansia de la pureza definitiva.
En el fondo, la tragedia de la historia de estos últimos treinta años radica en que en Euskadi ha triunfado Monzón sobre Bandrés, la liturgia esteticista, falsamente unitarista -porque sólo entendía la unión de los nacionalistas-, sentimentalista, profundamente apolítica, pseudorreligiosa, comunitarista de Monzón, sobre el empeño por dotar a la política de racionalidad, de carácter público superando las connotaciones de carácter familiar, de anclaje en los derechos y libertades de los ciudadanos. Parece que ha vencido el sentimiento sobre la razón, la comunidad sobre la sociedad, el pueblo sobre el ciudadano, la casa y el solar sobre el derecho y la libertad, la violencia de la pureza sobre el valor democrático del mestizaje, la simplicidad de la búsqueda de una identidad homogénea sobre la complejidad propia a las sociedad e identidades modernas, las exigencias supuestamente políticas de la nación romántica sobre la concepción política de la nación entendida como asociación voluntaria de ciudadanos soberanos.
Pero Euskadi, la sociedad vasca, no tiene futuro si el nacionalismo sigue devaluando el concepto de ciudadano, porque sin este concepto no hay ni derecho ni libertad. Euskadi, la sociedad vasca, no tiene futuro si en lugar de celebrar lo único que a lo largo de su historia le ha permitido actuar como sujeto político unido lo denigra con falsas excusas, lo sacrifica como víctima propiciatoria para que la bestia deje de matar, lo anula con exigencias de una interpretación unilateral, lo vacía de su valor de pacto queriendo transformarlo en instrumento de la satisfacción exclusiva de las apetencias nacionalistas.
Por eso, para poder seguir creyendo en el futuro, para romper las cadenas que pretenden atarnos a una situación del pasado, a una situación sin Estatuto, mantenernos eternamente en el año 1979, para avanzar, para que la historia no nos deje en la cuneta, para romper con los maleficios de una historia de división, en la que las únicas modernizaciones han sido instrumentales, pero nunca de contenido, es preciso resistir. Y para resistir nada es mejor que tener ante los ojos y en la memoria el recuerdo de quienes encarnan la posibilidad de otra Euskadi. En eso radica el acierto del premio concedido a Juan María Bandrés, un premio que nos obliga a todos.
Joseba Arregi, EL CORREO, 3/11/2009