ABC 06/07/14
CARLOS SÁNCHEZ
Han pasado sin pena ni gloria unas declaraciones de Durán Lleida en las que reclamaba la creación de un “gran movimiento de centro desde sensibilidades diversas”. La reflexión no pasaría de un juicio de intenciones si no fuera porque en la situación de la política catalana cualquier estrategia destinada a desactivar el proceso soberanista debe tenerse en cuenta.
Claro está. En ningún caso, por la personalidad política del presidente de Unió, cuya credibilidad está bajo sospecha por su falta de coraje para enfrentarse a un situación que le ha superado. Lo relevante, sin embargo, es lo que encierra la propuesta. Y parece evidente que algo se mueve en Cataluña. Lo que todavía no está claro es hacia dónde.
Subraya Durán la necesidad de crear un nuevo movimiento político en el que tendrían cabida “cristianos y personas de cultura cristiana que hayan militado o militen en el mundo socialista y también en otros partidos que crean que ahora no es la hora de seguir estrategias a remolque de terceros” (¿?).
La idea no es idéntica, pero inevitablemente evoca a aquella ‘operación Roca’ que desembarcó en la política española a mediados de los años 80 para competir con la hegemonía de Felipe González. El batacazo electoral del padre de la Constitución (que ni siquiera se presentó a las elecciones de 1986) fue, como se sabe, glorioso. Apenas 194.538 votos y un 0,96% de respaldo electoral, pese a los cientos de millones de pesetas que dilapidó el Partido Reformista Democrático (PRD), cuyas deudas fueron generosamente condonadas por la banca. Florentino Pérez, Antonio Garrigues Walker o Justino de Azcárate estaban entre sus promotores, pero lo más relevante (al margen de su estruendoso fracaso) es que fue la última vez desde Cambó en que el nacionalismo moderado catalán se involucró hasta las cachas en la política española.
Desde entonces, sólo se han producido apoyos tácticos para salvar votaciones parlamentarias -respaldando tanto al PSOE como el PP-, pero sin que se haya producido una implicación directa en la política nacional (al margen del periodo constituyente). Incluso, el propio Durán -que ha actuado en Madrid más como un lobista que como un hombre de Estado- ha rechazado ocupar alguna cartera.
La hegemonía de la izquierda
Más allá del papel de CiU en la política nacional, lo significativo es que por primera vez un líder político del establishment plantea abiertamente romper el actual mapa político con nuevos actores de la cosa pública capaces de vertebrar una realidad distinta. Como ya, de facto, está sucediendo en la izquierda del PSOE, donde desde la irrupción de Podemos existe un formidable debate sobre quién dominará ese espacio político que antes monopolizaba Izquierda Unida.
Por primera vez, un líder político plantea abiertamente romper el actual mapa político con nuevos actores. Como de hecho está sucediendo en la izquierda del PSOE, donde desde la irrupción de Podemos existe un formidable debate sobre quién dominará ese espacio político que antes monopolizaba Izquierda Unida
La propuesta de Durán es inteligente porque probablemente es la única posible para evitar el caos. Edificar sobre las ruinas del PSOE, de otros partidos con escaso recorrido electoral que ya han tocado techo y de los sectores más progresistas de la propia Unió (una formación superada por la historia) un nuevo proyecto político a la manera del Partido Democrático italiano, que ha emergido tras recorrer años de ostracismo y de crisis. Pero que ahora, de la mano de Matteo Renzi, se presenta ante Europa como el proyecto más atractivo gracias a una nueva mayoría social y política. Nadie dijo que fuera sencillo construir una nueva clase política.
El Partido Democrático, como se sabe, es heredero de la vieja democracia cristiana y del PCI, además de otras fuerzas republicanas de centro, pero su principal virtud es que ha sido capaz de aglutinar a amplios colectivos sociales y políticos ajenos a la partitocracia que ha gobernado Italia durante décadas, y cuyo derrumbe propició la aparición de sujetos como Berlusconi o Beppe Grillo, incompatibles con la democracia.
Mutatis mutandis, la situación de Italia es diferente a la española. Pero hay elementos comunes. En ambos casos, uno de los partidos centrales de la vida política -el PSOE en España- está cerca de colapsar, y de ahí que no sería un error que alguien en el centro izquierda pusiera luces largas y viera las consecuencias que tendrá para el país la inexistencia de un partido capaz de ocupar ese espacio político. Si el PSOE pierde la hegemonía en la izquierda -por la suma de esa confluencia de movimientos que se están aglutinando en torno a IU y Podemos- es algo más que probable que el país vuelva a un frentismo que históricamente ha tenido trágicas consecuencias.
Y por eso sorprende que los candidatos del PSOE vean la crisis socialista como un problema puntual y no fruto de una nueva época que exige una refundación en profundidad. Como por cierto hizo el PP en el Congreso de Sevilla tras arrumbar convenientemente a ese paleolítico que representaba la Alianza Popular de Fraga. No se trata, por lo tanto, de cambiar de secretario general o la ejecutiva con dirigentes de cuarentaypocos años, sino de ir más allá. Y el Partido Democrático italiano ha marcado el camino.
‘No nos representan’
Es probable que este esquema no estuviera en la cabeza de Durán Lleida cuando hace una semana reflexionó en voz alta sobre la construcción de un nuevo espacio político, pero lo que está fuera de toda duda es que muchas de las estructuras heredadas de la Transición se han quebrado. Enormes colectivos de asalariados, profesionales, estudiantes, pensionistas o ciudadanos sin una característica profesional específica se han desenganchado de un proceso político en el que no se ven representados. Y si en 2011 Rajoy pudo aglutinarlos contra la política de Zapatero -de ahí su mayoría absoluta-, no parece que ahora sea el caso.
La propuesta de Durán es inteligente porque probablemente es la única salida política que tiene este país. Edificar sobre las ruinas del PSOE y de la propia Unió (un partido superado por la historia) un nuevo proyecto político a la manera del Partido Democrático italiano, que ha emergido tras recorrer años de ostracismo
En el fondo, por culpa de la propia socialdemocracia, amenazada por un modelo de globalización que ha ido mermando la capacidad de influencia de los estados en políticas de redistribución en favor de los mercados. Y sólo hay que echar un vistazo a lo que ha sucedido en los últimos sesenta años en Europa para llegar a la conclusión de que el centro izquierda sólo ha crecido a medida que engorda el Estado de bienestar. Y cuando no lo hace, como ha sucedido desde que estallo la crisis, lo que se produce es una fuerte erosión de sus bases electorales -los ciudadanos quieren pagar menos impuestos y despotrican con razón del tamaño del sector público- que es aprovechada por los populismos. Ya sea en su formato tradicional -la demagogia y las falsas promesas que quiere oír la gente (‘dime que me quieres aunque sea mentira’)- o mediante instrumentos más arcaicos, como los nacionalismos.
El problema es que para avanzar hay que hacer un buen diagnóstico, y no parece que los socialistas del antiguo testamento, como los denomina Ludolfo Paramio, estén por la labor. En lugar de abrirse a la sociedad, el próximo Congreso se plantea como un acto de afirmación del espíritu socialista, cuando lo relevante es simplemente recuperar la credibilidad perdida y la ilusión por la política de buena parte de la ciudadanía mediante la construcción de un edificio diferente con nuevos inquilinos que lo habiten. Lo otro es retórica. Sobra emoción y faltan ideas.
Es mejor eso que echar mano de aquello que dejó escrito Chaves Nogales en su exilio londinense. El maestro sevillano estaba convencido de que si regresaba a España podría ser fusilado por cualquiera de los dos bandos.